La promesa de Ashen — Ahora, te enseñaré a cazar sombras — quedó suspendida en el aire helado del claro, cargada de un peso ominoso que silenció incluso el viento. El orgullo que había sentido por mi avance, por haber unificado mis dos mitades en un arma fluida, se evaporó, reemplazado por un frío que no tenía nada que ver con la temperatura.
Esa noche, el ambiente en la cueva era diferente. El santuario de la maternidad se convirtió, por primera vez, en un cuarto de guerra. Caelus y Diana dormían en su nido, dos pequeños bultos de calor ajenos a la oscuridad que planeábamos combatir. El fuego crepitaba, proyectando nuestras dos sombras danzantes sobre las paredes de roca.
No hubo una orden. Simplemente, después de asegurarnos de que los cachorros estaban profundamente dormidos, nos sentamos juntos frente a las llamas. La cercanía era nueva, un territorio inexplorado. Ya no estábamos en el claro, en nuestros roles de maestro y alumna, sino en mi hogar, dos lobos compartiendo el calor