El amanecer llegó, no como una promesa, sino como un interrogatorio. La luz gris y fría se derramó por la boca de la cueva, pintando nuestras figuras de un blanco fantasmal. El rugido de la cascada era un muro de sonido constante, aislándonos del mundo exterior.
Me quedé inmóvil, todavía en mi forma humana, temblando. El calor de la transformación se había desvanecido, dejándome desnuda, sucia y expuesta. Ashen estaba sentado frente a mí, ya no era el hombre moribundo de hacía unas horas, sino una estatua de poder contenido. La herida de su costado era una línea blanca y fina, una cicatriz imposible que atestiguaba el milagro que había ocurrido entre nosotros.
El silencio estaba cargado de esta nueva verdad. Era pesada, incómoda, monumental. Habíamos sido aliados por necesidad, compañeros por desesperación. Ahora, la Diosa Luna nos había marcado como algo más. Nos había atado.
No era como el Fatum que había sentido por Rheon. Aquello había sido un fuego cegador, una atracción química,