Al abrir los ojos, lo primero que vi fue el techo blanco del hospital.
Yacía en la cama, conectada a un respirador, incapaz de moverme.
El suave pitido de los monitores era el único sonido perceptible en la habitación.
Pronto llegaron médicos y enfermeras, sus rostros iluminados de alivio al verme consciente:
—¡Logró sobrevivir a pesar de todo! —exclamó uno de los médicos—. Más de una docena de huesos fracturados, órganos comprometidos, un aborto espontáneo con hemorragia severa... ¡Es un milagro que esté aquí con nosotros!
Me declararon fuera de peligro y me trasladaron de la UCI.
Los médicos intentaron contactar a mi familia, pero Juan nunca respondió sus llamadas.
Ni siquiera apareció el día que me dieron de alta.
Sus padres sí vinieron al hospital. Cuando llamaron a Juan en mi presencia, su respuesta fue cortante:
—¿Ahora ustedes también se ponen del lado de esa mentirosa? —gritó al celular—. ¡Estaba en la zona de supervivencia, es imposible que sus heridas sean tan graves!
—Alic