En medio de aquel delirio doloroso, mis recuerdos con Juan vinieron a mí como escenas de una película.
No siempre fue así conmigo.
Él era el hijo bastardo que todos despreciaban, y hubo un tiempo en que era el saco de boxeo de los jóvenes ricos.
Mi abuelo y yo lo encontramos medio muerto en un callejón, y lo llevamos a casa para darle su primera comida caliente en días.
Mi abuelo no pudo evitar sentir lástima cuando lo vio, magullado y sangrando, intentando ordenar con torpeza los cuadernos que le habían destrozado.
Yo era la temida líder de nuestra pandilla infantil, por lo que, bajo mi protección, nadie volvió a ponerle una mano encima.
Gracias a esto, fuimos inseparables hasta la universidad.
Incluso había encontrado su secreto: mi nombre garabateado en los márgenes de sus cuadernos.
Sin embargo, todo cambió cuando Ana, otra becada por mi abuelo, llegó a nuestra universidad. Esa muchacha rápidamente se convirtió en una sombra para él.
Poco a poco, su conexión de «pobres y