El sonido de un correteo en el segundo piso era solo un recordatorio de que mi hijo estaba animado en su habitación. Ese golpeteo de pasos me hacía sonreír sin querer, como si en cada pisada se escondiera un pedacito de su risa. Esa mañana lo levanté diciéndole que no iría a trabajar y, por el contrario, pasaríamos un día con alguien especial. Su entusiasmo era tan palpable que incluso me sentía contagiada por él, como si mis propias venas se llenaran de su alegría. Mi madre, quien estaba tomando un café, me observó con detenimiento, con esa mirada que traspasaba mis defensas.
—¿Ya le dijiste que verá a su padre? —su voz era calmada, como un susurro maternal de quien quiere lo mejor para nosotros, pero con una ternura que me hizo sentir vulnerable.
—No, aún no le he dicho —suspiré, sintiendo un peso hundirse en mi pecho—. No sé cómo debería reaccionar. ¿Debería ser yo quien le diga o que se acerque él? Quiero decir… no quiero que lo rechace… pero me da miedo que me odie, mamá.
La palab