Linda corrió a buscar a David.
El hombre estaba inmóvil, sus ojos apagados, su rostro demacrado por el sufrimiento.
Ella lo encontró atado, sin fuerzas, pero al ver su estado, el instinto de madre la hizo actuar.
Corrió hacia él, sus manos temblorosas, desatando las cuerdas que lo mantenían prisionero.
David levantó la mirada hacia ella, y sus manos, visiblemente rojas y doloridas, temblaron al tocar su rostro.
Era evidente que había estado mucho tiempo en esa condición, y las huellas del maltrato se reflejaban en su cuerpo, cada uno de los golpes que había recibido marcando su piel.
—¡David! —sollozó Linda, arrodillándose junto a él, una lágrima cayendo de sus ojos. — Es Deborah, ¡ella me ha abandonado porque no la amas! —dijo, entre sollozos, mientras tomaba su mano con desesperación—. Te lo suplico, ama a mi hija como la amaste antes. Yo te liberaré, te lo prometo.
David la miró, su mirada se llenó de odio y decepción. En ese instante, lo entendió todo. Sabía quiénes eran esas mujer