2: Primer Encuentro con Kieran

POV: Aurora

El aire en la mansión no circulaba. Se estancaba.

Cada pasillo que cruzaba se sentía como adentrarme más en la garganta de una bestia dormida. Las paredes estaban cubiertas de paneles de madera oscura que absorbían la luz de los candelabros. Retratos antiguos me seguían con la mirada. Hombres con mandíbulas cuadradas y ojos que parecían ver a través de mi piel, juzgando la calidad de mis huesos.

Necesitaba encontrar mi habitación. O un baño. O una ventana por la que pudiera saltar y correr hasta que mis pulmones dejaran de arder.

Izquierda. Derecha. Escaleras.

Todo era igual. Un laberinto de sombras y opulencia vieja.

Me detuve frente a una puerta de doble hoja entreabierta. Una corriente de aire fresco se escapaba por la rendija. Olía a lluvia nocturna y a ozono. Libertad.

Empujé la puerta y entré.

No era una salida. Era una biblioteca. Estanterías de piso a techo repletas de libros encuadernados en cuero que olían a polvo y tiempo. Pero al fondo, las puertas del balcón estaban abiertas de par en par, dejando entrar la tormenta que se avecinaba.

Avancé hacia el aire fresco.

—Te has perdido, ratoncita.

La voz no vino de ninguna parte. Vino de las sombras en el rincón más oscuro, junto a la chimenea apagada. Era grave. Áspera. El sonido de piedras triturándose bajo botas pesadas.

Me giré tan rápido que el cuello me crujió.

Una figura se separó de la oscuridad.

Mi corazón no se saltó un latido. Se detuvo. En seco. Como si alguien hubiera arrancado el cable de alimentación de mi sistema nervioso.

Era alto. Absurdamente alto. Ocupaba el espacio con una arrogancia que debería ser ilegal. Llevaba una camisa negra desabotonada en el cuello y las mangas arremangadas, revelando antebrazos cubiertos de venas marcadas y... ¿cicatrices?

Pero fue su rostro lo que me robó el aliento.

Ángulos duros. Pómulos cortantes. Y unos ojos del color de una tormenta de invierno. Grises. Fríos. Violentos.

Una fina cicatriz blanca le partía la ceja izquierda, dándole un aire perpetuo de peligro. De alguien que ha sobrevivido a cosas que matarían a un hombre normal.

Nuestras miradas chocaron.

Click.

No fue un sonido real. Fue una sensación. Un impacto físico en el centro de mi pecho, como si un gancho invisible me hubiera atravesado el esternón y me estuviera tirando hacia él. El aire salió de mis pulmones en un silbido doloroso.

Calor.

Un calor repentino y abrasador me subió por el cuello. No era vergüenza. Era... reconocimiento. Algo primitivo en mi cerebro reptiliano despertó, sacudió las rejas y aulló.

Él.

Retrocedí un paso, mis tacones raspando la alfombra persa. El instinto de huida luchaba contra una necesidad absurda, suicida, de acercarme.

Él no se movió. Solo me miraba. Pero no era la mirada curiosa de un nuevo hermanastro. Era odio.

Puro y sin diluir.

Sus labios se curvaron en una mueca de disgusto, pero sus ojos... sus ojos recorrían mi rostro con una intensidad hambrienta, como si estuviera memorizando mis facciones para torturarme después. O como si ya me conociera.

—Tú debes ser la caridad que trajo mi padre —dijo.

Su tono era un latigazo. El hechizo se rompió. El calor se convirtió en hielo defensivo.

Enderecé la espalda. Mi madre me había enseñado a no mostrar miedo ante los perros rabiosos. Y este hombre era definitivamente uno.

—Tú debes ser el comité de bienvenida —repliqué, mi voz más firme de lo que me sentía—. Me dijeron que los Blackthorn eran tradicionales, no que carecían de modales básicos.

Algo destelló en sus ojos grises. Sorpresa. Quizás diversión oscura. Dio un paso hacia mí.

El cambio en la atmósfera fue instantáneo. El aire se volvió eléctrico, cargado de estática. El olor que emanaba de él me golpeó como una ola física.

Cedro quemado. Lluvia. Y ese almizcle oscuro y masculino que me hacía querer cerrar los ojos e inhalar hasta ahogarme.

Era embriagador. Era aterrador.

—Cuidado con esa lengua, Aurora —pronunció mi nombre como si fuera una maldición. O una plegaria retorcida—. En esta casa, la insolencia se paga caro.

—¿Me estás amenazando? —Crucé los brazos sobre mi pecho, intentando crear una barrera entre su intensidad y mi piel erizada.

Se detuvo a un metro de mí. Demasiado cerca. Podía sentir el calor que irradiaba su cuerpo, una caldera humana.

—Te estoy advirtiendo —bajó la voz a un susurro ronco—. No perteneces aquí. Eres frágil. Eres humana. Este lugar te romperá antes de que salga el sol.

—He sobrevivido a cosas peores que una casa grande y un hermanastro con complejo de villano —mentí. No había sobrevivido a nada. Pero no le daría la satisfacción de saberlo.

Kieran —tenía que ser Kieran, el hijo del medio, el problemático— soltó una risa corta y sin humor.

—No tienes idea de lo que soy.

Se inclinó hacia mí. Sus ojos atraparon los míos de nuevo y sentí ese tirón violento en el ombligo. El mundo a mi alrededor se desenfocó. Solo existía él. El gris tormenta de sus iris, la línea tensa de su mandíbula, el pulso latiendo fuerte en su cuello.

Mis dedos se curvaron contra mis palmas. Quería tocarlo.

¿Qué me pasa?

Acabo de conocerlo. Es grosero, agresivo y me mira como si quisiera echarme a los lobos. Debería estar llamando a seguridad. Debería estar corriendo.

Pero mi cuerpo no quería correr. Mi cuerpo quería inclinarse hacia él y descubrir si su piel quemaba tanto como su mirada.

—Aléjate de mí, Aurora —gruñó. No sonó como una orden. Sonó como si estuviera luchando contra sí mismo. Como si le costara físicamente no tocarme.

—Tú te acercaste —susurré. Mi voz me traicionó, saliendo temblorosa.

Su mirada cayó a mis labios. Se quedó allí un segundo eterno. El aire entre nosotros vibró, tenso como una cuerda de violín a punto de romperse. Podía oler su conflicto. Podía saborear la tensión metálica en mi lengua.

Entonces, se apartó.

Fue brusco. Violento. Como si el contacto visual le quemara.

—Vete a tu habitación —dijo, dándome la espalda y mirando hacia el fuego apagado—. Y cierra con llave.

—¿Por qué? —pregunté, confundida por el cambio repentino. Por la pérdida de su cercanía.

Giró la cabeza ligeramente, lo suficiente para que yo viera la cicatriz blanca estirarse con su mueca.

—Porque hay monstruos en esta casa, Aurora. Y no todos están debajo de la cama.

No esperé a que explicara. El miedo finalmente superó a la extraña atracción magnética. Giré sobre mis talones y salí de la biblioteca, mis pasos resonando demasiado fuerte en el silencio del pasillo.

Mis manos temblaban. Mi corazón galopaba contra mis costillas como si acabara de correr un maratón.

Me toqué el pecho, justo donde había sentido ese click fantasma. Todavía dolía.

¿Quién demonios era Kieran Blackthorn? ¿Y por qué sentía que acababa de encontrar algo que había estado buscando toda mi vida sin saberlo?

Corrí por el pasillo, buscando refugio, pero la sensación de sus ojos grises clavados en mi espalda no desapareció.

La electricidad seguía en el aire. Y algo me decía que la tormenta acababa de empezar.

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