3: La Nueva Manada

POV: Aurora

El silencio en la Mansión Blackthorn no era paz. Era disciplina.

Bajé las escaleras principales a las ocho en punto. Mi madre había insistido en la puntualidad. "Es importante causar una buena impresión, Rory", me había susurrado mientras alisaba una arruga invisible en mi blusa. Como si llegar a tiempo pudiera borrar el hecho de que éramos intrusas en un reino de depredadores.

El comedor era inmenso. Una mesa de caoba lo suficientemente larga para sentar a un ejército dominaba el centro. Y en la cabecera, por supuesto, estaba él.

Marcus Blackthorn.

No estaba comiendo. Estaba leyendo un periódico con una taza de café negro humeante frente a él. Pero en el momento en que mi pie tocó el último escalón, levantó la vista. No hubo sonido. No hubo movimiento brusco. Pero la atmósfera en la sala cambió instantáneamente. Se tensó. Como un arco siendo estirado.

—Buenos días, Aurora —su voz retumbó, profunda y rasposa.

—Buenos días, Marcus —respondí. Mi voz sonó pequeña. Patética.

Avancé hacia la mesa. Sentí el peso de la mirada de los sirvientes que se movían por la periferia. No caminaban; se deslizaban. Hombres y mujeres con uniformes impecables que mantenían la cabeza inclinada, evitando el contacto visual con Marcus como si mirarlo directamente fuera una ofensa capital. O un suicidio.

Me senté junto a mi madre, que ya estaba allí, cortando una tostada con precisión quirúrgica.

—¿Dormiste bien, cariño? —preguntó ella, su sonrisa demasiado brillante, demasiado frágil.

—Como un tronco —mentí.

No había dormido. Había pasado la noche escuchando. Crujidos en el pasillo. Aullidos lejanos en el bosque. Y un zumbido constante, bajo mi piel, como si mis venas estuvieran llenas de agua carbonatada en lugar de sangre.

Me serví café. Mis manos temblaban ligeramente.

El olor de la comida era abrumador. Huevos, tocino, salchichas. Carne. Mucha carne. El aroma me revolvió el estómago y, al mismo tiempo, hizo que mi boca se llenara de saliva. Una contradicción nauseabunda.

¿Qué me pasa?

Miré alrededor de la mesa. Había sillas vacías. Kieran no estaba. Sentí una punzada de... ¿decepción? ¿Alivio? Probablemente ambos. Después de nuestro encuentro en la biblioteca, no estaba segura de poder enfrentarme a esos ojos de tormenta sin delatarme. Sin sonrojarme como una colegiala estúpida.

—Los chicos están entrenando —dijo Marcus, notando mi escrutinio—. El deber empieza antes que el sol en esta casa.

—Por supuesto —murmuré.

El desayuno transcurrió en una agonía de cubiertos raspando porcelana. Cada vez que alguien entraba en la sala, bajaba la barbilla en un gesto de sumisión instintiva hacia Marcus. Era arcaico. Era animal.

Y lo peor era que una parte de mí lo entendía.

Una parte oscura y enterrada en mi cerebro observaba a Marcus y pensaba: Líder. Respeto. Poder.

Sacudí la cabeza, intentando despejar esa neblina irracional. Es solo un hombre rico con complejo de superioridad, Aurora. No es un dios.

—Tengo reuniones toda la mañana —anunció Marcus, poniéndose de pie.

El efecto fue inmediato. Todos los sirvientes en la sala se quedaron inmóviles. Mi madre dejó su taza. El aire se congeló hasta que él salió por las puertas dobles. Solo entonces la habitación exhaló.

—Voy a ayudar a organizar la biblioteca —dijo mi madre, dándome una palmadita en la mano—. ¿Por qué no exploras los jardines? El día está... fresco.

Fresco. Gris. Amenazante.

—Claro.

Salí de la casa tan rápido como la decencia lo permitía. Necesitaba aire. Necesitaba espacio. Pero en el momento en que pisé el césped húmedo del jardín trasero, la sensación de inquietud se multiplicó.

El terreno era inmenso, bordeado por un bosque denso que parecía una pared de sombras.

Caminé sin rumbo, abrazándome a mí misma. El frío penetraba mi suéter, pero no era eso lo que me hacía tiritar. Era la energía del lugar. Vibraba en el suelo, subía por mis suelas y se enredaba en mis tobillos.

Perteneces. No perteneces. Intrusas. Presa.

Sentí ojos en mi nuca.

Me giré, escaneando las ventanas de los pisos superiores. Nada. Solo reflejos oscuros.

Seguí caminando hacia las perreras... no, no eran perreras. Eran instalaciones de entrenamiento. Había visto el letrero. Un complejo de metal y concreto cerca del linde del bosque.

—¿Te has perdido otra vez?

La voz era fría. Cortante. No tenía la aspereza de grava de Kieran. Esta era hielo puro.

Me detuve.

Un hombre salió de detrás de una columna de piedra. Se parecía a Kieran. Tenía el mismo cabello negro, la misma altura imponente. Pero donde Kieran era caos y tormenta, este hombre era orden y control. Su ropa era impecable. Su postura, militar.

Dante Blackthorn. El heredero.

Lo había visto de lejos en la boda. De cerca, era aún más intimidante.

—Solo estoy caminando —dije, levantando la barbilla. No dejaría que otro Blackthorn me hiciera sentir pequeña.

Dante me miró de arriba abajo. Su expresión no era de odio, como la de Kieran. Era de indiferencia absoluta. Me miraba como si fuera un mueble mal colocado. Un error decorativo.

—Esta área es para miembros de la manada —dijo. Su voz era plana—. Los civiles no deberían estar aquí. Podrías... lastimarte.

Civiles.

La palabra colgó en el aire como un insulto.

—No veo ningún letrero de "Prohibido el paso a los humanos" —repliqué.

Dante arqueó una ceja perfecta.

—Algunas reglas no necesitan escribirse, Aurora. Se entienden por instinto.

Dio un paso hacia mí. Instintivamente, quise bajar la cabeza. Quise exponer mi cuello. El impulso fue tan fuerte y violento que tuve que clavar las uñas en mis palmas para no ceder.

¿Qué demonios me pasa?

—No tengo tus instintos —escupí, forzando a mi voz a sonar dura.

—Es evidente —Dante cruzó los brazos. Sus bíceps tensaron la tela de su camisa—. Mi padre puede haberte traído a nuestra casa, pero eso no te convierte en una de nosotros. Eres frágil. Hueles a miedo y a jabón barato. Aquí, eso es una invitación a ser devorada.

El comentario sobre el jabón me dolió más de lo que debería. Era un recordatorio de clase. De que ellos eran la realeza de este mundo extraño y yo era la plebeya que se coló por la puerta trasera.

—Gracias por la advertencia —dije, girando sobre mis talones—. Intentaré no sangrar sobre tus preciosos pisos.

—Haz eso —dijo él a mi espalda.

Me alejé caminando rápido, sintiendo su mirada clavada en mis omóplatos como dos cuchillos fríos. No corrí. No le daría el gusto. Pero cada paso lejos de él fue una lucha contra el pánico.

Llegué a mi habitación y cerré la puerta de un golpe. Me apoyé contra la madera, respirando entrecortadamente.

Mi piel ardía.

Me miré en el espejo de cuerpo entero. Mis mejillas estaban sonrojadas, mis pupilas dilatadas. Parecía enferma. O drogada.

El zumbido bajo mi piel se había convertido en un rugido sordo.

Era como si la casa misma me estuviera rechazando. O peor... como si me estuviera probando.

Me acerqué a la ventana. Desde allí, podía ver el linde del bosque. Y allí, entre las sombras de los árboles, vi movimiento. Ojos amarillos brillando en la oscuridad. Lobos.

Eran enormes. Bestias de pesadilla que patrullaban el perímetro.

Debería haber sentido terror. Debería haber cerrado las cortinas y esconderme bajo las sábanas.

Pero no lo hice.

Me quedé allí, con la mano presionada contra el cristal frío, mirando a las bestias. Y por un segundo, un segundo aterrador y fugaz, sentí un tirón en el centro de mi pecho. Un anhelo.

Quería estar ahí fuera. Quería correr.

Me aparté de la ventana como si me hubiera quemado.

—Estás perdiendo la cabeza, Rory —susurré al silencio de la habitación vacía.

Me dejé caer en la cama, sintiendo que las paredes de damasco se cerraban sobre mí. Todo en este lugar estaba diseñado para hacerme sentir pequeña. Débil. Humana.

Y lo peor de todo era que estaba funcionando.

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