Dafne
Silencio.
Eso fue lo primero que oí cuando abrí los ojos — no el silencio de la paz, sino el tipo que grita más fuerte que una tormenta. Mi pecho subía y bajaba como si hubiera estado ahogándome durante horas, y por un momento, no supe dónde estaba… ni quién era.
El suelo bajo mí estaba cálido, el olor a humo denso en el aire. Mis dedos rozaron ceniza — suave, fría y extraña. Parpadeé con fuerza, y los destellos me golpearon todos a la vez. Fuego. Gritos. La voz de Jordán rompiendo el caos — mi nombre — y luego, nada más que la luz devorándolo todo.
Intenté incorporarme, pero mi cuerpo tembló. El dolor me atravesó como mil agujas. Mi loba, Atenea, se agitó en lo más profundo, su energía débil pero constante.
“Estás a salvo… por ahora,” susurró, su voz resonando levemente.
A salvo.
La palabra no tenía sentido.
Mis ojos se movieron de un lado a otro — árboles carbonizados, el suelo agrietado, humo elevándose hacia un cielo opaco. Parecía un campo de batalla después de una gue