El día de la gala llegó en un abrir y cerrar de ojos. Helena se vio una última vez en el espejo de la sala y su madre soltó una lágrima al tomarle una foto.
—Mi niña ya es toda una mujer —comentó, apreciando la belleza de su hija—. ¿Pero cuánto costó ese vestido? Te queda hermoso, Helena.
—Créeme, no querrás saber el precio, mamá —soltó una risita—. Y gracias por el cumplido.
Helena siguió contemplándose en el espejo, como si recién descubriera una parte de sí que había estado oculta bajo capas de rutina y olvido. No era solo el vestido, ni el maquillaje sutil. Era ella.
La forma en que su cuerpo se erguía con una seguridad nueva, la luz que se colaba por el ventanal y acariciaba sus mejillas. El moño ajustado en su cabello le daba un aire de sobriedad sofisticada, como si cada hebra estuviera en su lugar para contar una historia distinta.
Por primera vez en mucho tiempo, no se juzgaba a sí misma.
—Espero que te diviertas. Y no le hagas caso a Gabriel —mencionó Sarai—. Ese hombre