Diana caminaba por los pasillos de la mansión con pasos lentos, casi calculados. No se le permitía salir.
Cada rincón le recordaba que estaba atrapada, aunque no hubiera barrotes.
Al llegar a la entrada, se detuvo. Miró al guardia que custodiaba la puerta, directo a los ojos. Él no se movió y tampoco le devolvió la mirada, como si no existiera.
—¡Quítate del medio! —gritó, dándole un empujón que no lo movió—. Quiero salir. ¡Quiero salir ahora mismo! ¡Hazle caso a tu señora!
—No puedes salir. Son órdenes estrictas del señor Gabriel —respondió, sin verla.
Diana tensó la mandíbula y lo asesinó con la mirada, queriendo matar a ese tipo.
—Necesito comprar toallas sanitarias, ¿quieres que ande con la ropa manchada de sangre? ¿Eso quieres, imbécil? —le dijo una mentira.
Diana necesitaba salir aunque fuera al patio y agarrar un poco de aire. Estaba harta de ser una prisionera en esa enorme casa, sin poder socializar con alguien que no fueran las sirvientas.
Después de que le dieron de