Unos días después, el aroma a vainilla y mantequilla llenaba la cocina. Helena estaba preparando galletas junto a su madre, con las mangas arremangadas y el cabello recogido en un moño improvisado.
—Mamá, ¿no crees que mi panza se empieza a notar? —cuestionó, tocando su vientre.
—Hija, son dos pequeños, es posible que tengas una panza enorme, o una muy pequeña —rio—. Hay que esperar y ver. No tienes que preocuparte por tu figura, eso se recupera.
—Bueno —murmuró—. Es que la boda ya está cerca. Supongo que temo que el vestido no me quede bien.
—Te verás igual de hermosa, cariño. Nicolás no le dará importancia a detalles tan insignificantes como esos —le dijo—. Cuando terminemos aquí, le llevarás un par de galletas. Seguro le van a encantar.
Helena sonrió, lavándose las manos.
—Por supuesto, mamá.
Sarai metió las galletas en el horno. Cerró la puerta del horno y se limpió las manos en el delantal, mientras el aroma comenzaba a invadir su nariz.
Helena se dejó caer en el sofá, c