La boda de Diana había llegado en un abrir y cerrar de ojos. El cuarto estaba lleno de movimiento… telas extendidas, voces suaves, manos expertas ajustando cada pliegue del vestido. Las sirvientas trabajaban con precisión, rodeándola como pétalos alrededor de un tallo.
—Estoy horrible…
Diana se miraba en el espejo, inmóvil. Su panza, prominente y redonda, dominaba el reflejo. Era enorme, y aunque sabía que albergaba vida, no podía evitar sentir una punzada de incomodidad.
El vestido, que estaba diseñado para impactar, parecía luchar por armonizar con su cuerpo. Sentía una mezcla de extrañeza y desapego, como si no reconociera del todo la figura que la observaba desde el cristal.
—No diga eso, señorita Diana. Usted se ve preciosa —habló una sirvienta, tratando de animarla.
—¿No pueden ponerme un corset? —preguntó, frunciendo el ceño.
—Es muy peligroso por su embarazo. Un corset reducirá su abdomen, y eso significa que le hará daño al bebé —comentó una, negándose—. Puedes perder al