Capítulo 7. Donde nadie me encuentre
Llegar hasta el pueblo humano me llevó casi todo el día, ni siquiera me fijé en el nombre; la verdad es que eso era lo que menos me importaba en ese momento. Solo necesitaba un lugar donde nadie me conociera y poder empezar de cero. El pueblo era pequeño, con unas cuantas calles principales y casas bajas. La verdad es que no era muy diferente a la manada. Caminé despacio por la calle principal, mirando a mi alrededor como si buscara algo que ni yo misma sabía. Llevaba la mochila al hombro y la chaqueta cerrada hasta el cuello; no hacía frío, pero era como si llevar la chaqueta me fuera a proteger de cualquier cosa que me quisiera dañar. El olor a café recién hecho me sacó de mis pensamientos. El aroma procedía de un local pequeño, con un cartel de madera que decía “Café Clara”. Me asomé por una de las ventanas y vi que no había mucha gente dentro, solo un par de mesas ocupadas. Dudé un momento antes de entrar. No tenía pensado gastar dinero si no era estrictamente necesario, pero la barriga comenzaba a rugir, así que empujé la puerta y entré. Una campanita sonó en la entrada. El local parecía sacado de una película de los años cincuenta. Detrás del mostrador había una mujer mayor, de cabello gris recogido en un moño bajo. Llevaba un delantal blanco y sonreía gratamente. —Buenos días, cariño —me dijo con voz suave—. ¿Qué te apetece tomar? —No… —me aclaré la garganta—. Solo estaba mirando. La mujer me observó con atención, como si estuviera calculando algo. Sus ojos pasaron de mi rostro a la mochila que llevaba colgando y luego a mis manos, que no dejaban de apretar las correas. —Parece que llevas un buen rato caminando —comentó—. Siéntate, te traeré algo caliente. —No tengo mucho dinero —me adelanté, sintiéndome incómoda. —No te preocupes por eso —respondió ella, moviendo una mano como si no tener dinero no fuera importante—. Aquí nadie se queda con hambre. No supe qué decir, así que me senté en una de las mesas cercanas a la ventana. Desde allí podía ver la calle y comprobar que nadie me había seguido. Aunque, por otra parte, solo eran paranoias mías… ¿quién me iba a seguir si nadie me quería allí? Excepto mamá. ¡Mamá! Tenía que llamarla y decirle que estaba bien, pero eso lo haría después, cuando ya hubiera conseguido instalarme. La mujer regresó al poco rato con una taza de café humeante y un plato con pan tostado y un poco de mermelada. —Soy Clara —se presentó, dejando la comida frente a mí—. Este café es mío desde hace casi treinta años. Y tú… —hizo una pausa— no pareces de por aquí. Me tensé de inmediato. —Vine… porque no me quedaba nada en mi pueblo, toda mi familia murió. Me sentí mal por mentir. Claro que tenía a mamá, pero no podía seguir más tiempo en un lugar que ya no era mi hogar. Clara asintió despacio, como si no necesitara que le diera explicaciones. —Entonces, quizás puedas ayudarme aquí. No es mucho, pero siempre viene bien una mano extra. —¿Me está ofreciendo trabajo? —pregunté sorprendida. —Sí. Solo serían unas horas al día, sirviendo mesas o ayudándome en la cocina. Te pagaría en efectivo y podrías comer aquí. La propuesta de aquella mujer me tomó por sorpresa. No esperaba encontrar trabajo tan rápido, y tampoco sabía si podía confiar en ella. —No sé si… —Sería algo temporal —me interrumpió—. Solo hasta que decidas qué hacer con tu vida. Yo necesito ayuda y tú también. No te preocupes, no voy a pedirte que hagas nada raro. Agradecí que no me hiciera más preguntas. Sabía que, si empezaba a inventar demasiadas cosas, podía acabar contradiciéndome. —Está bien, puedo empezar mañana si a usted le parece bien. —Perfecto. Y una última cosa: no me llames de usted, no me gusta. Para ti, soy simplemente Clara. Asentí y le dediqué una sonrisa. Ella se marchó a atender a otros clientes mientras yo empecé a comer. Cuando me levanté para marcharme, Clara me detuvo y me dio una dirección. —Conozco a un hombre que alquila habitaciones. Son sencillas, pero están limpias y no son caras. Dile que vas de mi parte. Seguí sus indicaciones hasta un edificio de dos plantas con pintura descascarillada. No era lujoso, pero al menos no estaba en ruinas. Toqué el timbre y me abrió un hombre alto, de barba descuidada y expresión agria. —Me envía Clara —dije, sintiéndome como si estuviera repitiendo una contraseña. Él asintió y me dejó pasar. Me mostró una habitación pequeña con una cama individual, una mesa y una silla. Había una ventana que daba a la calle y un armario viejo en una esquina. —Es lo que hay —dijo—. Se paga los viernes y no quiero ninguna cosa rara. Acordamos el precio y le pagué por adelantado. No me pareció barato, pero era lo único que tenía, y con el sueldo que me ofreció Clara podría apañarme. Dejé la mochila sobre la cama y cerré la puerta. Me asomé por la ventana y respiré profundamente. Este sería ahora mi nuevo hogar. La habitación estaba lejos de ser cómoda, pero era mía. Nadie iba a entrar sin permiso. Nadie iba a gritarme o a decirme dónde debía estar. Esa noche me acosté temprano, aunque tardé mucho en quedarme dormida. Aquí había muchos ruidos distintos a los de la manada: ruido de motores de coches, música alta, gritos y peleas. Era extraño vivir aquí, pero también tranquilizador: nadie sabía quién era y nadie podría olerme y reconocer en mí mi naturaleza animal. Me levanté temprano y me preparé para ir a trabajar; no quería dar una mala impresión, por lo que salí antes de tiempo. Aun así, cuando llegué, Clara ya estaba allí recibiéndome con una sonrisa. De verdad que se veía una mujer extraña; no había visto nunca a nadie sonreír tanto. Me dio un delantal y me explicó dónde estaban las cosas y cómo tomar los pedidos. No parecía difícil, así que intenté sonreír y me puse con mi nuevo trabajo. Los clientes eran, en su mayoría, gente mayor o trabajadores que venían a desayunar antes de ir a trabajar. Me saludaban con educación y, lo mejor de todo, es que nadie me preguntó quién era o qué hacía allí. Trabajar me estaba ayudando a no pensar demasiado. Me mantenía ocupada y me creaba una rutina. A mediodía, Clara me dejó comer algo de lo que quedaba en la cocina. No era la mejor comida del mundo, pero estaba cansada y tenía hambre, y a mí en ese momento me supo a gloria. Con el paso de los días, empecé a reconocer a algunos clientes habituales. Había una pareja de ancianos que siempre pedían lo mismo: café con leche y pastel de manzana. Un joven que trabajaba en una tienda cercana y pasaba a buscar café para llevar. Una mujer con un bebé que se sentaba junto a la ventana y lo mecía mientras se tomaba un té. Yo intentaba pasar desapercibida y hablaba solo lo justo; no quería que nadie se acercara demasiado a mí, y Clara parecía respetar mi decisión. Era tan dulce y comprensiva que esto me parecía un sueño. Por las noches, regresaba a mi habitación, me duchaba y me metía en la cama. Me gustaba cerrar la puerta con llave y saber que no tenía que escuchar nada que no quisiera. Aun así, había algo que no cambiaba: dentro de mí, mi loba seguía sin responder. Era como si estuviera escondida en lo más profundo, dormida o muerta. No importaba cuánto intentara sentirla; solo había silencio. Al principio me decía que estaba bien, que así era más fácil pasar por humana. Pero, a veces, cuando estaba sola, me daba miedo. Me sentía incompleta. No tenía respuestas, y tal vez era mejor así. Por ahora, lo único que importaba era que nadie me encontrara. Los días pasaron sin sobresaltos. Trabajaba, comía, dormía. No había rumores, no había miradas acusadoras, no había recuerdos obligándome a revivir lo que había perdido. Una tarde, Clara me pidió que cerrara el local con ella. La tarea era simple: limpiar las mesas, apagar las luces y dejar todo listo para el día siguiente. Mientras fregaba los vasos, me miró por encima del hombro. —Estás más tranquila que el primer día que llegaste —comentó. —Supongo. —No te voy a preguntar por qué estás aquí, Aylin. Solo quiero que sepas que, mientras trabajes bien y no te metas en problemas, este lugar será un refugio para ti. No supe qué contestar. Solo asentí y seguí limpiando. Al terminar, salí a la calle con el cielo ya oscuro. El aire era fresco y había un olor a pan recién hecho que venía de alguna panadería cercana. Caminé hasta mi habitación sin prisa. Me detuve frente a la ventana antes de cerrar las cortinas. Desde allí veía una calle tranquila, con farolas encendidas y gente caminando sin mirar por encima del hombro. En ese momento, me di cuenta de que era la primera vez en mucho tiempo que podía decir que estaba a salvo. A salvo, pero no completa. Algo seguía faltando, y no hablo solo de mi loba. Era como si hubiera dejado una parte de mí enterrada en aquel bosque, junto con todo lo que había perdido. Aun así, cerré la ventana, apagué la luz y me acosté. No sabía cuánto tiempo podría quedarme allí, pero esa noche decidí no pensar en el futuro.