Capítulo 6. La decisión.
No sé cuántos días pasaron después de enterrar a mi bebé. Llegó un momento en que hasta perdí la cuenta. Me quedé encerrada en casa con las cortinas cerradas, sin hablar y sin apenas comer. Mamá intentó hablar conmigo los primeros días, pero cuando vio que no respondía, empezó a limitarse a dejarme comida sobre la mesa. No me obligó a nada. Solo me miraba con tristeza, como si supiera que algo se había roto para siempre. Apenas si dormía. Si cerraba los ojos, solo veía sangre. Sentía el dolor físico otra vez. Volvía a revivirlo todo: la sangre correr por mis piernas, el pasillo a oscuras, el rostro de mamá lleno de lágrimas. Y al final, la tierra removida, fría, cubriendo lo único que me quedaba. Ya no era nadie. No tenía una loba, no tenía un compañero, y no era una madre. Ya no era parte de esta manada. Y ya no podía seguir fingiendo que sí lo era. Una mañana cualquiera, en la que tampoco había conseguido dormir más de un par de horas, me senté sobre la cama y me di cuenta de que llevaba la misma ropa puesta varios días. Pegué mi espalda a la pared y, por primera vez en mucho tiempo, sentí algo parecido a una decisión. Ya lo había dicho una vez, pero no me había atrevido a hacerlo. Ahora sí lo tenía totalmente claro: me iba a ir. No lo pensé más. Ni siquiera lloré. Ya no me quedaban más lágrimas. Estaba seca y vacía. Me levanté de la cama y comencé a guardar algunas cosas en una mochila pequeña. Solo lo necesario para cruzar las tierras hasta el mundo humano. Algo de ropa, algo de comida, dinero que tenía guardado y un pequeño mapa arrugado que mamá guardaba en la cocina. Cuando mi madre me vio salir de la habitación con la mochila al hombro, dejó de cortar las hierbas que tenía sobre la mesa. —¿Aylin? —preguntó, como si no pudiera creer lo que estaba viendo. No le respondí. —¿A dónde vas? —insistió, acercándose. —Me voy. —No. No, espera. ¿Cómo que te vas? —Ya no me queda nada aquí. —Sí que te queda. Me tienes a mí —dijo ella, acercándose más. —Tú no puedes retenerme, mamá. —Aylin, por favor. Sé que estás sufriendo, pero todo esto pasará. Solo necesitas tiempo... —Ya tuve suficiente tiempo —respondí, sin levantar la voz—. Lo he perdido todo, mamá. No puedo seguir aquí como si nada. No soy parte de esta manada. No soy nada. —Sí que lo eres. Eres mi hija. Y no quiero perderte a ti también. —No me vas a perder —le dije, aunque sabía que no era cierto. Una parte de mí ya se había ido hacía días. Ella me abrazó con los ojos llorosos y me deseó buena suerte. —Te quiero, mamá. —Yo te quiero más, mi amor. ¿Y a dónde vas a ir? —A donde nadie me conozca. Quiero empezar de cero. Me voy al mundo de los humanos. Mamá no dijo nada más. Se quedó allí, de pie, mirándome mientras salía por la puerta. Mientras caminaba por el sendero que llevaba al pueblo, metí la mano en el bolsillo lateral de mi mochila. Allí estaba, la carta que le había escrito a Alaric. La había escrito durante la noche, en una hoja de papel doblada en cuatro partes. Solo tenía unas pocas líneas. No le mencionaba nada sobre el embarazo y tampoco sobre la pérdida... Solo decía esto: “Alaric: Gracias por todos los momentos que compartimos. No tengo nada más que darte ni que pedirte. Esta es mi despedida. Que seas feliz.” Nada más. Ni siquiera firmé con mi nombre, no hacía falta. Estaba segura de que él reconocería mi letra. Mi idea era dejarla en la puerta de su casa y marcharme. Pero justo cuando llegué a la entrada, vi una figura en el porche. Se trataba de Vivienne. Estaba sentada sobre una de las sillas de madera, con una sonrisa que se borró por un segundo al verme, pero luego volvió más fuerte que nunca. Se levantó despacio, cruzándose de brazos. Llevaba el cabello perfecto, la ropa limpia, el porte de alguien que se siente superior. —Vaya, vaya, mira quién aparece —dijo con burla—. Pensé que ya te habías marchado con el rabo entre las patas. Ah, es verdad, ¡si tú no tienes loba! No respondí. Aguanté la rabia y me mantuve en silencio. —¿Vienes a rogarle una vez más? ¿No te cansas de hacer el ridículo? Bajé la mirada. Sentía el papel arrugarse entre mis dedos. No podía enfrentarme con ella. Si lo hacía, todo se pondría peor y hasta podrían encarcelarme. —¡Eres patética! —dijo y comenzó a reír de forma desmesurada. Di un paso atrás. No iba a dejarle la carta. No iba a darle ni una razón más para que se sintiera vencedora. Guardé el papel en el bolsillo de mi chaqueta y me alejé sin decir ni una sola palabra. Podía oírla riéndose detrás de mí, pero aun así no me detuve. Caminé por la aldea sin mirar a nadie. Sabía que me observaban. Sabía que susurraban a mi paso. Pero ya nada de eso me importaba, hasta que, sin darme cuenta, llegué hasta el claro. El mismo donde Alaric me prometió que sería su Luna. Donde jugábamos de niños. Donde él me hizo el amor por primera vez. Donde perdí más de lo que estaba preparada para perder. Me senté sobre la hierba. El mismo lugar donde lloré cuando no desperté a mi loba. El mismo donde lo vi elegir a otra. Todo estaba lleno de recuerdos, de heridas, de cosas que no iban a volver jamás. Saqué la carta del bolsillo. La miré un rato. Ya no tenía sentido dejarla. No servía de nada. Había sido una tontería escribirla. Eso no iba a cambiar nada. Busqué entre mi mochila y saqué un pequeño encendedor. Lo encendí y acerqué la llama a una de las esquinas del papel. La hoja se encendió rápido. La dejé caer sobre una piedra y la vi arder hasta que no quedó nada más que cenizas. Me levanté, recogí mis cosas y eché un último vistazo al claro. A mi infancia. A todo lo que creí que iba a tener y que nunca fue mío. Cuando amaneció, ya estaba lejos. Caminé durante horas. El bosque me era familiar, pero nunca lo había recorrido de esa forma. Como alguien que sabe que no va a volver. Pasé el riachuelo, los campos de entrenamiento, la colina que marcaba el límite y, al fin, llegué a los límites territoriales. No sabía qué me esperaba allí afuera. Lo único que sabía con certeza era que no podía quedarme. Crucé la línea sin mirar atrás y me adentré en el mundo humano.