El salón de la sede central de la manada era frío, amplio y solemne. Las antorchas en las paredes proyectaban sombras oscilantes sobre los rostros viejos y orgullosos de los ancianos, todos reunidos alrededor de la mesa de granito negro. El aire estaba tenso, espeso de expectativa de confrontación. Solomon permanecía frente a ellos como un animal a punto de saltar, con los ojos brillando de instinto alerta.
No tenía ningún miedo, ni un ápice de respeto en la mirada.
—Insolente —gruñó Berak, golpeando la mano contra la mesa—. ¿Invades nuestro santuario y aún te atreves a alzar la voz? ¡Tu manada también está bajo el mandato de los ancianos!
Caliu se irguió, el rostro tensado por la irritación.
—Lárgate de aquí, ahora. Antes de que te saque a rastras. Ésta no es tu manada; no tienes ninguna autoridad aquí.
Solomon avanzó un paso; su cuerpo era una muralla firme, la postura tensa, y cuando el sonido ronco de su gruñido llenó el salón, hubo un breve silencio; todos se crisparon aún más.
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