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El reloj marcaba las siete y cuarto cuando Danna abrió los ojos, y por primera vez en veinticinco días, no sintió el peso familiar de la resignación aplastando su pecho. Algo había cambiado durante la noche, una chispa diminuta que se negaba a extinguirse. No hoy, se dijo mientras se incorporaba en la cama que había llegado a odiar. Hoy peleo.

La rutina matutina había sido la misma durante semanas: María, la empleada de mediana edad con ojos perpetuamente nerviosos, traía el desayuno a las ocho en punto. Bandeja de plata, porcelana fina, y siempre las mismas disculpas murmuradas sobre las órdenes de Don Vidal. Pero cuando los nudillos suaves golpearon la puerta, Danna ya estaba vestida con unos vaqueros que había encontrado en el fondo del armario y una camiseta blanca simple que contrastaba deliberadamente con los vestidos elegantes que su carcelero había seleccionado para ella.

—Buenos días, señora —murmuró María al entrar, balanceando la bandeja con cuidado—. Su desayuno está listo.
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