El olor tibio y dulce a panqueques se esparcía por el ático cuando Danna bajó a las ocho de la mañana, como si la casa respirara una calma que ella no merecía. Sophia estaba en la cocina, el cabello recogido en un moño desordenado que dejaba escapar mechones rebeldes, el delantal manchado de harina, volteando panqueques dorados con la meticulosidad de un cirujano que sabe que cualquier detalle importa.
Liam estaba sentado en la barra, un periódico financiero completamente extendido frente a él, mientras bebía café con la serenidad de una estatua corporativa. Traje gris oscuro impecable. Postura controlada. Como si todo aquello fuese cotidiano. Como si ella no fuera una cautiva envuelta en la ilusión de ser huésped.
—Buenos días —dijo él, con esa voz suave que nunca coincidía con la dureza de su mirada—. ¿Dormiste mejor?
Mentir habría sido fácil. Convincente, incluso. Pero no. Había escuchado sus pasos recorriendo el pasillo, incesantes, hasta las cuatro de la madrugada.
—Lo suficiente.