El amanecer llegó con un silencio inquietante. Lilith despertó sobresaltada, con una sensación opresiva en el pecho que conocía demasiado bien: peligro. Se incorporó en la cama y miró por la ventana. La niebla se arrastraba entre los árboles como dedos fantasmales, ocultando lo que ella ya sabía que estaba ahí.
Invasores.
Se vistió rápidamente con pantalones de cuero negro y una camiseta ajustada del mismo color. Su cabello, ahora más largo y salvaje, lo recogió en una trenza apretada. No era momento para vanidades; era momento de guerra.
Cuando salió de su cabaña, Damián ya la esperaba en el porche. Su rostro, normalmente impenetrable, mostraba una tensión que confirmaba sus sospechas.
—Los has sentido —dijo él, no como pregunta sino como afirmación.
—La manada del Norte. Están en nuestras fronteras —respondió Lilith, ajustándose los guantes de combate—. ¿Cuántos?
—Más de cincuenta. Vienen con todo.
El viento cambió de dirección, trayendo consigo el inconfundible olor a lobo extranje