Mundo ficciónIniciar sesiónDamián se quedó congelado al borde del claro, con la patrulla de seguridad formándose detrás de él como una muralla de músculos y colmillos. Seis lobos en total, todos en forma animal, todos listos para atacar.
Pero ninguno se movió.
Podía sentirlos. Sus latidos eran tambores en mi mente. Sus lobos interiores eran llamas que ardían bajo mi conciencia recién despierta. Y los hilos plateados que los conectaban con la luna... Dios, eran tan brillantes que me dolían los ojos.
—¿Qué demonios fue eso? —la voz de Damián atravesó el silencio, cargada de autoridad de Alfa—. Cada lobo en tres kilómetros sintió esa explosión de poder.
Se transformó de vuelta a su forma humana, completamente desnudo bajo la luz de la luna llena. Una vez, esa vista hubiera hecho que mi corazón se acelerara. Ahora solo sentía un vacío frío donde solía haber amor.
Y algo nuevo. Algo peligroso.
Poder.
—No lo sé —dije, y mi voz seguía sonando con ese eco extraño que me ponía la piel de gallina—. Pero sea lo que sea, es mío.
Uno de los lobos de la patrulla dio un paso adelante. Marcus, el lobo anciano que llevaba cincuenta años en la manada. Se transformó, su cuerpo envejecido temblando con el esfuerzo.
—Imposible —susurró, mirándome con ojos muy abiertos—. Los Alfas Lunares están extintos. Fueron erradicados hace trescientos años.
—¿Alfas Lunares? —repetí, aunque algo en mi interior ya sabía la respuesta. Como si un recuerdo ancestral hubiera despertado junto con este poder.
—Leyendas —dijo Damián, pero su tono había cambiado completamente. Ya no era el novio traicionero. Era el Alfa calculador, evaluando una amenaza—. Lobos con poder sobre la luna misma. Podían controlar las transformaciones de otros lobos. Forzar el cambio o bloquearlo a voluntad. Algunos decían que podían hablar con la luna. —Tragó saliva—. Eran los lobos más poderosos que jamás existieron.
—¿Por qué están extintos? —preguntó Mira desde su posición junto a mí, su voz temblando.
Marcus fue quien respondió, con voz grave y solemne.
—Tu bisabuelo, niña. Magnus Silvercrest lideró la purga. Los Alfas Lunares se volvieron demasiado poderosos, una amenaza para el orden natural. Así que los Alfas del continente se unieron y los eliminaron. A cada uno. Hasta el último.
Las palabras cayeron como piedras en mi estómago.
Mi propia sangre había exterminado a mi especie.
Damián dio un paso cauteloso hacia mí, con las manos levantadas en un gesto de paz que no me engañó ni por un segundo.
—Luna, escúchame. Esto lo cambia todo. Sé que te lastimé, sé que la cagué, pero con este poder... —sus ojos brillaron con codicia apenas disimulada—. Podrías convertirte en la loba más importante del continente. Juntos, podríamos gobernar no solo esta manada, sino todas las demás. Imagina el poder que tendríamos.
Y ahí estaba. La verdad desnuda detrás de sus palabras suaves.
No me quería a mí. Quería mi poder.
Algo frío y oscuro se solidificó en mi pecho. Una parte de mí que nunca había existido antes. Una parte que disfrutaba viéndolo suplicar.
—¿Y Elena? —pregunté, mi voz peligrosamente suave—. ¿Y tu heredero que está creciendo en su vientre?
Damián vaciló, y esa vacilación me lo dijo todo.
—Eso se puede... manejar. Elena entendería que...
—¿Que me usarías como tu arma mientras ella calienta tu cama? —terminé por él—. No, gracias.
—Luna, sé razonable...
—Lo soy. —Alcé mi mano hacia la luna, sin saber realmente qué estaba haciendo. Solo siguiendo un instinto que pulsaba en mi sangre como una segunda naturaleza—. Por primera vez en mi vida, estoy siendo completamente razonable.
La luna respondió a mi llamado.
La luz plateada cayó del cielo como una cascada líquida, concentrándose en mi palma extendida. Y entonces la empujé hacia fuera, hacia los lobos que me rodeaban.
La ola de poder los golpeó como un martillo.
Damián cayó de rodillas con un grito ahogado. Los seis lobos de la patrulla colapsaron, aullando de dolor. Podía sentir sus lobos interiores retorciéndose bajo mi control. Sus transformaciones forcejeaban, sus cuerpos sin saber si ser humanos o animales.
Era como tener hilos invisibles conectados a cada uno de ellos, y todo lo que tenía que hacer era tirar.
Tiré más fuerte.
Marcus gritó cuando su cuerpo comenzó a cambiar involuntariamente. Pelo brotó de su piel, luego retrocedió. Sus huesos crujieron, intentando reformarse, pero yo mantuve la transformación a medias. Atrapado entre dos formas. Agonizando.
—¡Luna, detente! —gritó Mira, horrorizada.
Pero no podía. O tal vez no quería.
Por primera vez en mi vida, no era la débil. No era la que suplicaba. No era la que todos despreciaban.
Era el maldito poder personificado.
Damián levantó la vista, con los ojos dorados llenos de terror puro.
—Por favor —jadeó—. Nos vas a matar.
Y esa palabra. "Por favor." De sus labios. Dirigida a mí.
Fue embriagador.
Solté el poder de golpe.
Los lobos colapsaron en el suelo como marionetas con los hilos cortados. Jadeando. Temblando. Algunos sollozando de alivio.
Me quedé de pie sobre ellos, con mis ojos plateados brillando en la oscuridad, sintiéndome más viva de lo que jamás me había sentido.
—Levántate, Damián —ordené, y mi voz resonó con autoridad que nunca había poseído.
Él obedeció. Lentamente. Como si sus piernas apenas pudieran sostenerlo.
—Sobre nuestra ceremonia de apareamiento —dije, y cada palabra fue una sentencia—. La rechazo. Aquí. Ahora. Con la luna como mi testigo y esta manada como audiencia.
El silencio que siguió fue absoluto.
Un omega rechazando a su Alfa destinado era inaudito. Antinatural. Los omegas eran rechazados, nunca al revés. Así funcionaba nuestro mundo desde tiempos inmemoriales.
Pero yo acababa de descubrir que ya no era un simple omega.
—No puedes —siseó Damián, recuperando algo de su compostura—. No tienes la autoridad. El Consejo nunca...
—¿El Consejo? —me reí, y el sonido hizo que varios lobos retrocedieran—. ¿El mismo Consejo que me trató como basura durante veinticuatro años? ¿Que murmuró sobre lo defectuosa que era? ¿Que sugirió que sería mejor para todos si simplemente desapareciera?
Di un paso hacia él, y para mi satisfacción infinita, retrocedió.
—Te rechazo, Damián Blackwood. Rechazo tu vínculo. Rechazo tu manada. Rechazo todo lo que representa este lugar. —La luz plateada bailó sobre mis dedos—. Y si el Consejo tiene un problema con eso, pueden venir a decírmelo a la cara.
—Esto es una declaración de guerra —dijo Damián, su voz temblando entre furia y miedo—. El Consejo de Alfas no permitirá que una Alfa Lunar sin manada exista. Te considerarán una amenaza para el orden establecido. Te cazarán. Te matarán.
—Que vengan —dije, sintiendo una confianza feroz ardiendo en mi pecho—. Estoy cansada de esconderme. Estoy cansada de ser pequeña. De ser nada.
Mira se acercó entonces, tomando mi mano con dedos temblorosos pero firmes.
—Si Luna va a ser cazada —dijo, su voz alta y clara—. Entonces yo voy con ella. Rechazo mi posición en esta manada. Juro lealtad a Luna Silvercrest, la Alfa Lunar.
—Mira, no tienes que... —empecé.
—Cállate —me interrumpió, apretando mi mano—. Eres mi mejor amiga. Y si van a cazarte, necesitarás a alguien con sentido común a tu lado.
A pesar de todo, sonreí.
Damián nos miró a ambas con una expresión imposible de descifrar. Furia, sí. Pero también algo más. Algo que se parecía peligrosamente al arrepentimiento.
—Esto no termina aquí, Luna —dijo finalmente—. Un poder como el tuyo... eres demasiado valiosa para dejarla ir. El Consejo vendrá. Los cazadores vendrán. Y cuando lo hagan... —hizo una pausa—. No seré yo quien te salve.
—No necesito que me salves —respondí—. Nunca lo necesité.
Me di la vuelta, arrastrando a Mira conmigo hacia la oscuridad del bosque.
—¡Luna! —la voz de Damián nos persiguió—. No sabes lo que eres. No sabes cómo controlar ese poder. Vas a matar a alguien. Tal vez a ti misma.
No respondí. Solo seguí caminando.
Pero sus palabras se clavaron en mi mente como espinas.
Porque tenía razón. No tenía idea de qué era. De cómo funcionaba esto. De cómo evitar perder el control y lastimar a alguien inocente.
—Luna, ¿estás bien? —preguntó Mira mientras nos adentrábamos más en el bosque.
—No lo sé —admití—. Mira, cuando usé el poder... lo disfruté. Disfruté viéndolos sufrir.
—Después de lo que te hicieron, no te culpo.
—Pero eso me asusta. ¿Y si me convierto en lo que ellos temían? ¿En el monstruo que justificó la purga?
Mira se detuvo, obligándome a mirarla.
—Eres mi mejor amiga. Y conozco tu corazón. Usaste ese poder para defenderte, no para conquistar. Eso te hace diferente.
Quise creerle. Realmente quise.
Seguimos corriendo, nuestros pies apenas haciendo ruido sobre el suelo del bosque. La luna nos seguía sobre las copas de los árboles, y podía sentir su presencia como un peso reconfortante.
Pero había algo más.
Un aroma que no pertenecía. Pino y tormenta. Salvaje y antiguo.
—Mira —susurré—. ¿Lo sientes?
—¿El qué?
—Alguien nos está siguiendo.
Ella se tensó, sus ojos escaneando la oscuridad.
—¿De la manada?
—No. Este olor es... diferente. Más salvaje. Como si quien sea hubiera pasado demasiado tiempo en forma de lobo.
Un escalofrío recorrió mi columna.
Y entonces lo vi.
Dos ojos ámbar brillando entre las sombras. No eran los ojos dorados de Damián. Estos eran más intensos. Más peligrosos. Más... hambrientos.
—Corre —susurré.
—¿Qué?
—¡CORRE!
Corrimos. Corrimos hasta que mis pulmones ardieron y mis piernas gritaron por misericordia. Pero el aroma a pino y tormenta nos seguía, acechando, cazando.
Y cuando finalmente me atreví a mirar atrás, vi una silueta masiva moviéndose entre los árboles con una gracia letal que hizo que mi corazón dejara de latir.
No eran los ojos de Damián.
Estos eran más salvajes.
Más peligrosos.
Y venían directamente hacia nosotras.







