Rozanov salía del hospital con la misma rigidez con la que entraba.
El abrigo cerrado hasta el cuello, el maletín colgando de su muñeca como un peso muerto y la expresión tan severa que nadie se atrevía a saludarlo.
Vozdukh lo seguía a distancia desde hacía dos horas, con la paciencia de un predador entrenado. Sabía que el médico no hablaba con nadie, que se limitaba a sus rondas en el ala este, y que después del turno nocturno salía caminando solo por la calle lateral, donde no había cámaras.
Perfecto.
Lo interceptó justo a mitad de cuadra, sin darle tiempo a girar. Rozanov frenó al notar una sombra cerrarle el paso. Alzó la vista y encontró los ojos de un desconocido, uno de esos rostros duros que uno olvida rápido, pero que por alguna razón hacía que la piel se tensara.
—No estoy de guardia —dijo el doctor, intentando rodearlo.
Vozdukh no se movió. Metió la mano en el bolsillo interior de su abrigo y sacó el teléfono.
—Solo necesito que mires algo.
Rozanov lo miró con fastidio, per