Asha caminaba sin rumbo, arrastrando los pies sobre la acera mojada, con los tacones en la mano y el alma hecha jirones.
La ciudad parecía no tener fin, y el cielo, cómplice de su dolor, lloraba con ella. La lluvia le empapaba el cabello, el vestido, los pensamientos. Pero ella no se protegía.
No buscaba refugio. No podía. No quería.
Volver era impensable. ¿A qué? ¿A quién? ¿Para qué?
Cada paso que daba era un grito mudo, una súplica al universo para que detuviera ese castigo sin nombre. Su corazón latía con una mezcla insoportable de rabia, vergüenza y desilusión. Había sido advertida.
Tantas voces le hablaron de ese hombre… tantas señales… y ella, ciega, las ignoró.
«¿Por qué? ¿Por qué creí que podría ser un buen hombre?»
Se sostuvo de una pared como si el mundo se le viniera encima. Sus piernas flaqueaban.
Cerró los ojos y dejó que la lluvia se confundiera con sus lágrimas. El maquillaje corría por su rostro, pero ya nada importaba. Ya no era Asha Durance, la mujer elegante, fuerte,