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Capítulo: ¿A quien eliges salvar?

—¡Cien millones de euros! —gritó Federico, con la voz rota por la desesperación—. ¡Déjenlas libre! ¡Déjenlas ir!

Hubo un silencio pesado, y luego, como si el mundo se burlara de él, los hombres soltaron una carcajada.

Una risa seca, incrédula, manchada de codicia. Se miraron entre ellos, con los ojos brillando ante semejante cifra. Uno de ellos asintió, satisfecho.

—Vamos a llevarte a la puerta —dijo el más corpulento, empujando a Federico por el hombro—. Espera ahí.

Federico sintió el frío del cañón de una pistola, presionándole la espalda mientras lo guiaban hasta la entrada.

El otro hombre se adelantó, abrió la puerta y se adentró en la habitación oscura, donde tenían a Samantha.

Unos segundos después, la sacó.

Estaba pálida, temblorosa, las muñecas marcadas por la soga y los labios resecos tras horas con la boca cubierta.

Al ver a Federico, rompió a llorar como una niña. Lágrimas silenciosas primero, y luego sollozos agudos que desgarraban el aire.

—¡Federico! —gimió al liberarse del último nudo—. ¡Federico, viniste…!

Se arrojó a sus brazos como si fuera lo único que la mantenía viva.

Él la sostuvo con fuerza, casi por instinto. Pero por un momento, solo por un segundo, su mente se nubló. Porque ahí, al fondo, encadenada y arrodillada contra la pared, había otra mujer.

Sus ojos se ensancharon. El tiempo pareció detenerse.

—No puede ser… —susurró.

La mujer alzó la mirada.

Tenía la cara manchada de lágrimas secas, el cabello sucio pegado al rostro. Pero esos ojos… esos ojos grises, brillantes, heridos… Eran los de Ellyn. Su esposa. La niña con la que jugaba en el jardín de la casa de sus abuelos, la mujer a quien un día juró odiar y olvidar.

Ahí estaba. Viva. Atemorizada. Y lo miraba como si su vida dependiera de él.

Un nudo le apretó la garganta.

—¡Ella…! —balbuceó—. ¡Libérenla también!

La risa volvió. Más cruel. Más burlesca.

—¿Otra? —dijo el hombre con una mueca torcida—. No, señor. Ya hicimos un trato. Cien millones de euros por una mujer. Si quiere a las dos, deberá pagar el doble… o elegir.

El otro se acercó, y con una voz más oscura, añadió:

—Pero piénselo bien. La que se quede, será para nuestro entretenimiento. ¿Cuál de las dos quiere llevarse? Elija, y sea rápido.

Federico sintió náuseas.

El modo en que ese hombre la miraba... como si no fuera humana, como si ya la hubiese despojado de toda dignidad.

Samantha lo sintió también. Algo en esa mirada la hizo temblar.

—¡Federico, por favor! —gritó, temblando—. ¡Me siento mal, no puedo…!

Sus piernas fallaron. Se desmayó en sus brazos.

Federico la sostuvo antes de que cayera al suelo, con el corazón en la garganta.

Su cuerpo estaba helado, débil, como si cada segundo que pasaba le robara vida.

—¿Qué esperas? —dijo el hombre, con un tono burlón—. Ya tomaste tu decisión. Entonces, ¡lárgate!

Federico la miró una última vez.

Ellyn.

Sus ojos estaban inundados de lágrimas que no caían. Sus labios temblaban, pero no decía nada. Solo lo miraba. Con esa mirada que decía:

"No me dejes."

Pero no suplicó. No gritó. No lloró como Samantha. Solo esperó. Porque en el fondo, ya lo sabía.

Él bajó la vista, y sin una palabra más, se dio la media vuelta.

El sonido de sus pasos alejándose fue lo único que Ellyn escuchó.

Cada paso era un golpe. Un latigazo en el alma.

Cuando la puerta se cerró, sintió como si su corazón fuera arrancado del pecho y arrojado al vacío.

No gritó. No podía. Era un dolor tan profundo, tan hondo, que la dejó muda.

Lo había amado con todo su ser. A pesar de los errores, de las heridas. Lo amó.

¿Y para qué?

Para terminar, abandonada como un objeto inservible. Entregada como una ofrenda al infierno.

Los hombres se miraron entre sí, satisfechos.

—Nos quedamos con la más hermosa —dijo uno de ellos, saboreando cada palabra—. Hemos ganado. Primero aseguramos el dinero… y luego volvemos por nuestra recompensa.

Ellyn apenas los escuchaba. Estaba inmóvil. Fría. Vacía. Como si ya no existiera.

Todo su mundo se había reducido a ese instante: ver a Federico desaparecer sin siquiera luchar por ella.

“Estoy destinada a ser la malquerida de tu amor, Federico…”, pensó mientras el eco de su traición la envolvía como una sombra eterna.

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