—¡Abuelo, no vas a morir! —gritó Ellyn con la voz entrecortada, como si esas palabras fueran un conjuro que pudiese cambiar el diagnóstico.
Sus ojos se clavaron en los del doctor, buscando una esperanza, una salida, una mentira piadosa que lo desmintiera todo.
El médico, serio, carraspeó.
—Señor Durance, necesita iniciar el tratamiento cuanto antes. Aún hay posibilidades. Son complicadas, pero sí las hay… si lucha con todo lo que tiene.
El abuelo Markus asintió, la mirada firme, los labios apretados por la emoción contenida.
—Bien. Pelearé. Nunca he sido un cobarde, y no voy a empezar ahora.
Melissa lo abrazó como si con sus brazos pudiera protegerlo de la enfermedad.
Federico, en cambio, se quedó inmóvil, mordiéndose la rabia y el miedo, sin permitir que las lágrimas asomaran. Por dentro, estaba hecho pedazos.
Volvieron a la mansión en un silencio denso. La noticia flotaba entre ellos como un fantasma, susurrando lo que nadie quería decir en voz alta: que el final podía estar cerca.
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