Ahí estaba yo, esperando a Verónica para cumplir mi promesa suicida: ir a ver a Gabriel. El sonido de la corneta del coche anunció su llegada. Bajó el vidrio, revelando su rostro espectacular enmarcado por unos lentes de sol que contrastaban con su melena rojiza y brillante.
—¡Sube, que desfallezco de hambre! —exclamó con su dramatismo habitual.
No perdí tiempo y me acomodé en el asiento del copiloto. Yo también me moría de hambre.
Verónica arrancó el coche y puso música suave. Antes, programó el GPS que nos llevaría directo a la casa de Gabriel.
—Vaya, lo tienes todo planeado —comenté.
—Querida amiga, Javier y yo hablamos cada segundo. Anoche me pasó la dirección. Quería venir por nosotras, pero le ahorré el viaje. Noah va a explotar si se entera de que te acompaño a ver a Gabriel… Pero bueno, que se aguante, primero fue sábado que domingo.
—Ni lo digas, por favor. Yo quedo peor. Noah me prohibió acercarme a Gabriel.
—Entiendo la postura de Noah. Gabriel le declaró la guerra abiertam