El alivio en los ojos de mi abuela al verme no tenía precio. Apenas crucé la puerta, corrió a abrazarme con fuerza. Mi abuelo también estaba presente, sereno, con su típica postura: las manos entrelazadas detrás de la espalda y esa mirada que siempre me transmitía una calma ancestral.
Me sentí culpable. Culpable por haberles preocupado, especialmente a ella, que atravesaba un proceso tan doloroso. En ese instante comprendí realmente lo que significa: “No tomes decisiones con la rabia a flor de piel o con la felicidad inundando tus neuronas”, porque cuando la euforia se disipa, la realidad te grita al oído: “La has cagado”.
—Siento muchísimo haberme comportado como una déspota inmadura —susurré, aún aferrada al pecho de mi abuela.
—No digas nada más, mi amor. Lo importante es que estás aquí… y que este caballero te trajo de regreso a nosotros —respondió, alzando luego la mirada hacia Noah.
—Gracias por cumplir tu palabra —añadió, con voz suave pero cargada de gratitud.
—Una promesa es