Mundo ficciónIniciar sesión~HARPER SULLIVAN~
El viaje hacia el corazón del outback se sintió interminable. El coche avanzaba entre caminos de tierra, dejando atrás el asfalto, los edificios y cualquier rastro de civilización de Perth, la ciudad en la que vivía. El paisaje se transformaba en una inmensidad de llanuras áridas, arbustos retorcidos y un cielo abierto que parecía tragarse el horizonte entero. Sentada, en el asiento trasero, mantenía la mirada fija en la ventanilla. Cada kilómetro me alejaba más de la ciudad, de mi madre, de todo lo que conocía, y me acercaba a mi infeliz futuro. El silencio en el interior del vehículo era pesado y sumado a las furtivas miradas que Edmund Blackwood lanzaba en mi dirección cada tanto, a través del espejo retrovisor, me tenían impaciente. —El campo enseña disciplina —dijo él, de repente, sin apartar la vista del camino—. Aquí la gente sobrevive porque sabe cuál es su lugar. No respondí. Sabía que cualquier palabra podía volverse en mi contra, pues yo no sabía nada de la vida del campo. Edmund me observó por el retrovisor, como si pudiera leerme la mente. —Te aconsejo que aprendas rápido. No tolero ni la holgazanería ni la rebeldía bajo mi techo. Quise apretar los labios y morderme la lengua, pero, en el fondo, una réplica crecía en mi pecho y no pude mantenerla enterrada. —No soy ninguna holgazana. Si tengo que trabajar duro para ganarme el pan, lo haré. Edmund Blackwood no dijo nada, Pero sí noté que me miró con dureza y tensó la mandíbula. Seguramente, porque con mi respuesta dejaba en claro que la parte de la rebeldía no la cumplía. No me importó en absoluto. Quizá era verdad que él me estaba ayudando con la deuda que mi padre nos había dejado como herencia, pero eso no significaba que me iba a dejar pisotear. Para mi suerte, no volvió a decir más nada. [...] El rancho Blackwood apareció como un espejismo tras horas de desierto. Una vasta propiedad cercada, con corrales, establos y una casona de estilo colonial que imponía respeto con solo mirarla. El sol del atardecer pintaba la fachada de tonos anaranjados, haciendo que pareciera un gigante dormido bajo el cielo abrasador. Descendí del vehículo, mis zapatos hundiéndose en el lodo. El aire olía a campo y a estiércol de caballo y oveja, tan distinto a los aromas de la ciudad. Sentí que todo a mi alrededor era ajeno, extraño, hostil. —Bienvenida a tu nuevo hogar —dijo Edmund, mientras un grupo de peones salía a recibirlo con un asentimiento respetuoso. Hogar. La palabra me supo amarga. Yo lo habría llamado cárcel más bien. Dentro de la casona, los pasillos estaban adornados con cuadros de antepasados Blackwood y cabezas de animales disecadas, trofeos de un linaje que se enorgullecía de su dominio sobre la tierra. Recorrí cada estancia con una mezcla de temor y asombro, hasta que Edmund me indicó la habitación que sería mía. —Descansarás aquí. Mañana tendrás que levantarte temprano, pues la boda será a primera hora en la mañana—me informó con tono autoritario. Yo solo pude tragar saliva, mientras el corazón se me hundía en el estómago. «Mañana seré su esposa... su mujer». Cerré la puerta tras de mí y me dejé caer en la cama, hundiendo el rostro en las sábanas. Las lágrimas que había reprimido todo el día finalmente escaparon. «Dios, por favor… no me dejes casarme con ese hombre», murmuré entre sollozos. «Por favor, haz que ocurra un milagro que me salve de este gran sacrificio que no sé si podré cumplir». [...] Más tarde, cuando ya era muy noche y era incapaz de conciliar el sueño, decidí salir a caminar para despejar mi mente y ver si así conseguía dormir. El aire nocturno estaba cargado de un frescor que contrastaba con el calor sofocante del día. La luna iluminaba el terreno, revelando la vastedad de los corrales y los establos en penumbras. Caminaba perdida en mis pensamientos cuando escuché un sonido a lo lejos: un caballo relinchando, seguido de un golpe seco. Intrigada, me acerqué hasta un corral. Allí, un hombre alto, de espaldas, intentaba calmar a un semental agitado. —Tranquilo, muchacho… tranquilo —decía con voz grave, firme y segura. Me quedé observando, fascinada sin quererlo. Había algo magnético en la forma en que ese desconocido se movía, con una confianza natural que imponía respeto. El caballo finalmente cedió y el hombre giró. La luz de la luna reveló un rostro atractivo —más de lo que debería—, de facciones marcadas y ojos oscuros que parecían taladrar el alma. Di un paso atrás, sorprendida. Y la sorpresa se transformó en horror cuando, en un movimiento muy rápido, el hombre desenfundó la pistola que llevaba en la pistolera que colgaba de su cintura, la empuñó y apuntó directo a mi persona. —¿Quién diablos eres? —preguntó él, con una dureza en la voz que me provocó un respingo. —Yo… lo siento. No quería molestar —balbuceé, levantando las manos en señal de rendición. Mi pierna estaba temblando, incluso la prótesis, y estaba a una nada de caer desmayada en el suelo. Él me recorrió con la mirada de arriba abajo, sin el menor disimulo y un atisbo de sonrisa burlona floreció en sus labios al fijarse en mi prótesis. Soltó al caballo y avanzó hacia mí. —No te he visto aquí antes. ¿Qué haces en esta hacienda? ¿Eres una criada nueva? —No. No soy una criada —respondí, todavía sin bajar las manos, pues él seguía apuntándome y el pulso no le temblaba. —¿Ah, no? —replicó con una media sonrisa cargada de ironía. Entonces volvió a guardar el arma en su pistolera. Aún así no me relajé ni un poco—. ¿Entonces eres alguna puta que viene a calentarle la cama al señor Blackwood? La ira me atravesó. Tensé la mandíbula y cerré las palmas en puños apretados para contener la rabia. —No soy una prostituta —mordí, con un tono que evidenciaba lo molesta que estaba. El desconocido se rio ligera e irónicamente. No pude evitar notar que tenía una sonrisa muy sexy. De hecho, todo en él era sexy; desde su altura, su porte varonil y su cuerpo. Podía notar con claridad que bajo esa camisa de mangas largas se escondía un abdomen bien esculpido y unos brazos musculados que provocaban que las mangas se tensaran cuando movía los brazos. Tuve que tragar saliva y hacer un enorme esfuerzo para centrarme en otra cosa que no fuera su cuerpo. —Entonces responde, ¿quién diablos eres? Solo un puñado de personas tienen derecho a caminar por estos terrenos de noche. Tú no eres una de ellas. Fruncí el ceño, indignada, y eso sirvió para que dejara de pensar en lo atractivo que era. —Soy… soy huésped aquí. —¿Huésped? —Él soltó una risa breve, incrédula—. No sabía que mi padre había empezado a ofrecer hospitalidad a desconocidos, especialmente a mujeres. —Bajó la mirada a mi prótesis, sin disimular—. O media mujer, mejor dicho. —Hijo de... Antes de que pudiera terminar de soltar mi insulto, dio el último paso que le faltaba para estar tan cerca de mí que resultaba amenazador. Levantó la mano y me enterró los dedos en la barbilla. —Ten cuidado con lo que vas a decir al nombrar a mi madre —gruñó, viéndome de una forma que si las miradas matasen, allí mismo habría caído muerta. Sin embargo, no me dejé amedrentar, o al menos hice todo lo posible para no demostrarlo. Alcé el mentón y le sostuve la mirada. —¿Y si no lo hago... qué? ¿Vas a matarme? No dijo nada. Solo me miró con esa mirada intensa, penetrante, asesina. Me soltó el mentón con brusquedad y dio un paso atrás y se alejó. —¿Ya fuiste a calentar la cama de mi padre? —preguntó—. Porque si no, debe andar buscándote para que lo hagas. Hasta ese momento, la palabra «padre» resonó en mi mente como una campanada. «¿Este hombre rudo, altanero y medio imbécil es hijo de Edmund Blackwood? ¿Entonces para qué quiere otro heredero?». Sentí un vuelco en el estómago, aunque no mostré mi sorpresa. —No vine a calentar la cama de Edmund —repliqué, con más firmeza, aunque quizá sí era por eso que estaba allí—. Mi nombre es Harper Sullivan —enarcó una ceja, como si mi nombre no significara nada para él—, y mañana voy. casarme con él. Eso último provocó que endureciera el gesto y se pusiera tenso, como si mi declaración lo hubiera tomado por sorpresa y no le hubiera gustado nada. —Casarse, ¿eh? —murmuró sin ocultar su molestia—. Pues bienvenida al infierno. Ten cuidado de que no te muerda una serpiente venenosa mientras te bañas o mientras duermes. El comentario me golpeó como una bofetada. Antes de que pudiera responder, él ya se giraba para volver con el caballo, dándome la espalda con un desdén absoluto. —Mejor vete a calentarle las pelotas al viejo y deja de estorbar aquí. Volví a apretar los puños. Algo en aquel hombre despertaba en mí una furia inesperada, una mezcla de humillación y desafío. Sin embargo, había algo más: una atracción incómoda, peligrosa, que prefería no admitir.






