Mundo ficciónIniciar sesión~HARPER SULLIVAN~
Mi corazón dio un vuelco. Mi madre palideció aún más, negando con la cabeza. —¡No! —exclamó—. ¡Eso es una locura! Yo permanecí inmóvil, mi mente trabajando a toda velocidad. Matrimonio. Y un hijo... Con él. Con ese hombre tan mayor que bien podría ser mi padre. «¿Qué edad tiene? —me pregunté—. ¿Sesenta? ¿Setenta? ¿Cómo podía siquiera considerarlo? Y, sin embargo, ¿qué otra opción tenía? ¿Dejar que mi madre cayera en la miseria, que lo perdiera todo, incluso nuestra dignidad, al quedar en la calle, sin un techo y sin un centavo para comer? Blackwood nos observó, imperturbable. —Tienen hasta mañana para darme una respuesta. Si aceptan, la deuda muere con su difunto esposo. Si no… —hizo una pausa, dejando que el silencio pesara sobre nosotras—, entonces destruiré lo que queda de ustedes. No les quedará ni un techo bajo el cual dormir y ni un centavo para comer. Tragué saliva, con el corazón golpeándome el pecho. Miré a mi madre, rota en lágrimas, y luego al hombre que nos tenía acorraladas. El sacrificio era demasiado grande, la humillación insoportable. Pero también lo era la idea de ver a mi madre en la calle. Y en ese instante comprendí que estaba atrapada. El señor Blackwood aguardó, sin prisa, como quien sabe que la respuesta ya está decidida. El cementerio quedó en silencio, salvo por el llanto ahogado de mi madre y el latido desbocado en mi pecho, que aún no encontraba el valor para pronunciar la palabra que podría condenarme para siempre. Sin esperar más, Blackwood se dio la vuelta y se marchó así como vino, dejándonos con él corazón en la boca y la incertidumbre carcomiendo nuestras cabezas. [...] Esa noche, nuestra casa, que era lo único que nos quedaba de la vida de lujos que alguna vez tuvimos, se convirtió en un campo de batalla. Mi madre recorría la sala como un animal enjaulado, el cabello deshecho, los ojos encendidos. —¡No puedes hacerlo, Harper! —exclamaba, con una mezcla de furia y desesperación—. No puedes condenar tu vida casándote con un hombre como Edmund Blackwood. Es incluso mayor que tu padre… ¡y tiene fama de ser un monstruo! Yo estaba sentada en el sillón, con las manos apretadas contra el regazo. Miraba al suelo, como si allí pudiera encontrar alguna respuesta. —¿Y qué otra opción tenemos, mamá? —mi voz salió baja, temblorosa, pero cargada de una determinación que no sentía—. No tenemos dinero, pronto no tendremos casa. Si decimos que no, nos hundirá, iremos a vivir a la calle y, ¿qué vamos a hacer? No tenemos a dónde ir ni a quien acudir. —¡Prefiero la ruina a verte encadenada a ese hombre! —replicó, y se arrodilló frente a mí, tomándome el rostro entre las manos—. Escúchame, cariño… yo me casé por amor. Sí, tu padre me falló, cometió errores, pero por lo menos lo elegí yo. Por lo menos tuve momentos de felicidad verdadera y estoy segura de que tu padre también me amó, así como yo lo amé a él. Sentí que un nudo de rabia y tristeza me apretaba la garganta. —¿Y a dónde te llevó ese amor, mamá? —susurré con los ojos húmedos—. A la ruina. A que nos miren con lástima. Al escarnio. A tener que vender hasta nuestra ropa para poder enterrar a papá y a estarnos ahogando en una deuda que nos asfixia y que sabemos que jamás, ni en lo que nos resta de vida, podremos saldar. Mi madre bajó la mirada, rota. Supuse que cada palabra que le dije las sentía como si dagas le estuvieran atravesando el pecho. Me aparté suavemente, limpiándome las lágrimas con el dorso de la mano. —No quiero casarme. Ni con él, ni con ningún otro hombre que no sea el hombre del que me llegue a enamorar… pero el amor no paga deudas. No nos da un techo. No nos da dignidad. La confesión salió como un golpe al estómago. Mi madre abrió la boca para responder, pero no encontró palabras. Al final, sabía que yo tenía razón. [...] La mañana siguiente llegó demasiado rápido. No había dormido; la noche la había pasado dando vueltas en la cama, mirando al techo, preguntándome en qué momento mi vida se había convertido en una pesadilla sin salida; preguntándome en qué momento iba a abrir los ojos y despertarme de esa pesadilla. Preguntándome si iba a poder casarme con un hombre al que no amaba, un hombre que bien podría ser mi padre y que no me atraía ni en lo más mínimo, pero, lo que más me preguntaba era si iba a poder cumplir la parte más difícil del contrato: darle un heredero. La sola idea de tener sexo con ese hombre, para llevar a cabo esa condición, me hacía estremecer el estómago. El golpe en la puerta me sobresaltó. Edmund Blackwood estaba allí, puntual. Su presencia llenaba el umbral, oscura y definitiva. —Vengo por tu respuesta —dijo, sin rodeos, cuando le abrí la puerta y lo invité a pasar. Mi madre se adelantó, casi suplicante. —Señor Blackwood, se lo ruego, busque otra forma, pero, por favor, no… Pero la interrumpí. Mi voz sonó fría, ajena incluso para mí misma. —Quiero saber... ¿por qué? ¿Por qué me ha elegido? Blackwood no parecía muy convencido, pero a medias respondió: —Aunque no tengan dinero, ni orgullo, el apellido Sullivan sigue siendo importante. Tragué. Su respuesta no me pareció tan contundente, pero ante el hecho de que yo lo necesitaba más de lo que él me necesitaba a mí, respondí: —Acepto. Mi madre se giró hacia mí, horrorizada. —¡Harper, no! Sostuve la mirada de Edmund, obligándome a no temblar. —Lo haré. Si eso significa que mi madre tendrá un hogar, que no pasará hambre ni humillaciones… lo haré. Pero debe jurar que cumplirá su palabra, saldará la deuda y no desamparará a mi madre. —Lo juro —dijo Edmund, imperturbable—. Pero tú debes jurar que cumplirás con lo que tienes que hacer. Me estremecí. Cerré los ojos un segundo y asentí antes de abrir los ojos y articular la respuesta. —Lo juro. Edmund bajó la mirada y observó mi prótesis entrecerrando los ojos. Con un cabeceo la señaló. —¿Eso no te impide tener sexo y procrear hijos, verdad? Dios. Me sentí tan avergonzada que quise ser un avestruz para poder meter la cabeza dentro de un hoyo. No estaba acostumbrada a hablar de esos asuntos con nadie, así que me limité a negar con un movimiento de cabeza. Mi vaga respuesta pareció ser suficiente, porque no preguntó más. Parecía que eso era lo que más le interesaba, tener un heredero. Hasta ese instante, Edmund dejó entrever una sonrisa satisfecha. —Bien. Haz tus maletas. Salimos de inmediato hacia mi rancho. —¿Qué? ¿Ya? —exclamé, sintiendo que el mundo se abría bajo mis pies. —No tengo tiempo que perder. —¿Y mi madre no vendrá con nosotros? —No. Pues solamente sería un estorbo. Tu ya estás grande, muchacha. No necesitas a tu madre para que te cuide. Volví a tragar, indecisa, pero me di cuenta de que él tenía razón y asentí. Mi madre sollozó, rompiéndose en mil pedazos en el mismo umbral donde Edmund permanecía erguido, implacable. No me permití mirarla otra vez. Subí a mi habitación, abrí mi vieja maleta y comencé a meter lo poco que me quedaba. Cada prenda que doblaba era una cadena más en el grillete invisible que ahora cargaba. Cuando finalmente bajé con la maleta en mano, Edmund ya me esperaba afuera, junto al vehículo que me llevaría a un rumbo desconocido. No miré atrás mientras subía. El motor rugió, la ciudad quedó atrás, y con ella, la última esperanza de elegir mi propio destino. El desierto del outback se extendía ante mí, infinito, implacable. Y allí, en el horizonte, la hacienda Blackwood y un matrimonio que no deseaba contraer me esperaban.






