Mundo ficciónIniciar sesión~HARPER SULLIVAN~
El amanecer llegó demasiado pronto, con un cielo despejado que parecía burlarse de la tormenta que se desataba en mi interior. Apenas había dormido. Todo lo que había pasado el día anterior: el entierro de mi padre, el señor Blackwood yendo a cobrar la deuda, mi respuesta, dejar a mi madre y mi vida, y el viaje, pesaban como si sobre mis hombros estuviera cargando al mundo entero. Y para terminar de rematar, el encuentro con aquel hombre en los establos y él enfrentamiento con él, me había dejado intranquila. Había sido brusco, arrogante, y a pesar de mí misma, imposible de ignorar. Más tarde, mientras una criada de la casa me ayudaba a vestirme con un sencillo vestido blanco —un traje más propio de una ceremonia apresurada que de un matrimonio soñado—, no podía dejar de pensar en lo que estaba a punto de hacer. Cada nudo, cada pliegue, era un recordatorio de que mi destino ya no me pertenecía. «Será solo un sacrificio», me repetí en silencio, intentando calmar el temblor de mis manos. «Un sacrificio para que mamá esté segura, para que no pasemos hambre, para que al menos tengamos algo de dignidad». Pero por mucho que intentara convencerme, el nudo en mi garganta no cedía y con cada segundo que pasaba, las ganas de salir corriendo aumentaban. [...] La pequeña iglesia de la hacienda se alzaba entre árboles de eucalipto, austera y silenciosa. El interior estaba adornado apenas con unas cuantas flores silvestres, como si aquel evento no mereciera demasiados lujos. Había pocos invitados: por lo que sabía, algunos trabajadores de confianza, dos o tres rostros desconocidos del círculo de Edmund. Nadie de mi mundo, nadie de mi familia, ni siquiera mi madre. Cuando crucé las puertas de madera, Edmund apareció de repente y me sujetó del brazo. Me pareció extraño que hiciera eso y que no estuviera esperándome en el altar como era la costumbre, pero supuse que él se estaba asegurando que no saliera corriendo y escapase, lo cual, obviamente, sí se me había ocurrido. El silencio se hizo más pesado aún, el estómago se me hizo un nudo y el corazón me dio un vuelco. Cada paso hacia el altar resonaba como un golpe de martillo en mi pecho. Solo levanté la mirada cuando estuvimos cerca del altar. Y entonces, el aire se me escapó de los pulmones y me quedé petrificada, en estado de shock. Otro hombre me esperaba en el altar. Sin entender qué estaba pasando, me quedé pegada al suelo y ahogué un gemido de asombro. El hombre se giró para ver atrás y solo entonces me di cuenta de quién se trataba. Era él. El hombre de la noche anterior. El arrogante, el rudo, el imbécil que me había tratado de prostituta, el que me había insultando de todas las formas posibles y me había dicho que el rancho Blackwood sería un infierno y amenazó con serpientes. El desconocido que me había clavado su mirada filosa y me había hecho sentir rabia y algo más que no quería admitir. El hijo de Edmund Blackwood. Nuestros ojos se encontraron apenas un segundo, y en ellos leí algo claro: desdén. Odio. Rabia. Como si él tampoco hubiera sabido nada hasta ese instante, y odiara estar allí tanto como yo lo odiaba. —No… —murmuré, frenando en seco—. No puede ser… ¿Qué significa esto? —¿Qué diablos te pasa? —inquirió Edmund entre dientes y tiró de mi brazo para forzarme a seguir, pero jalé mi brazo y me solté. —¿Por qué no me dijo que era con su hijo que iba a casarme? Creí... Creí... Creí que era con... Edmund frunció el ceño y luego rio, incrédulo. —¿Creías que ibas a casarte conmigo, muchacha tonta? —Usted... —tragué grueso, todavía sin poder creer lo que estaba pasando—. Usted no especificó con quién tenía que casarme y yo asumí... No, no, no, no. No sabía qué era peor: si Edmund que era un viejo, o ese cretino al que ya odiaba con todo mi ser. —¡Da igual con quién sea! —espetó Edmund, cortante y amenazante—. ¡Vas a casarte y punto, o atente a las consecuencias al incumplir nuestro trato! Respiré ruidosamente, demostrando mi irritación. No quería casarme con ese idiota, por supuesto que no. Pero Edmund tenía razón en algo: daba igual quién fuera el hombre con el que me iba a casar. Solo era un convenio para saldar la deuda de mi padre. —Acabemos con esto de una vez —dije, con decisión y rabia.






