El atelier de Valeria bullía de actividad. El sonido de tijeras cortando telas, el golpeteo de tacones apresurados contra el suelo de mármol y el murmullo constante de órdenes cruzadas creaban una sinfonía caótica que solo ella parecía controlar. Asistentes corrían de un lado a otro con prendas colgando de perchas improvisadas, maquilladores alineaban pinceles y paletas con precisión quirúrgica, y las modelos practicaban pasadas frente a espejos apoyados contra las paredes.
La colección Renacimiento no era solo una propuesta estética. Era un manifiesto. Cada pieza contenía meses de desvelo, años de cicatrices y la decisión de transformar el dolor en algo tangible, incluso hermoso. Bordados que simulaban heridas cosidas con hilos dorados, cortes estratégicos que