El amanecer del domingo llegó sin que Valeria hubiera cerrado los ojos. Había pasado toda la noche mirando el techo, sintiendo el peso de Enzo a centímetros de distancia pero a mundos de alcance, la imagen de él abrazando a Isabella quemándose detrás de sus párpados cada vez que intentaba parpadear.
A las seis de la mañana, no pudo más.
Se levantó de la cama con movimientos bruscos, haciendo que Enzo se despertara sobresaltado.
—¿Valeria?
—Quiero que se vaya.
Enzo se frotó los ojos, desorientado. —¿Qué?
—Isabella. —Valeria se giró para mirarlo, y toda la noche de contención explotó de una vez—. Quiero que SALGA de mi casa. Ahora.
Enzo se incorporó, completamente despierto ahora. —Valeria, ya hablamos de esto—
—No, TÚ hablaste. Yo escuché. Pero se acabó. —Valeria caminó hacia el armario, sacando ropa al azar, necesitando hacer algo con sus manos antes de que empezaran a temblar—. No voy a vivir en mi propia casa sintiendo que soy la tercera rueda de mi propio matrimonio.
—Eso es ridícul