El atardecer se derramaba como sangre sobre los ventanales del apartamento de Valeria. Las cortinas entreabiertas dejaban pasar una luz rojiza que teñía las paredes de un tono casi febril. Tres días habían pasado desde su confrontación con Enzo, tres días en los que apenas había salido de la cama. El teléfono, silenciado sobre la mesita de noche, acumulaba notificaciones que ella no quería ver.

Valeria contemplaba el techo con la mirada vacía. Su cabello, habitualmente perfecto, se esparcía desordenado sobre la almohada. Las ojeras marcaban un camino violáceo bajo sus ojos. No era solo tristeza lo que sentía; era una rabia sorda, una humillación que le quemaba por dentro.

El timbre sonó, rompiendo el silencio como un cristal que se hace añicos. Valeria ni siquiera se inmutó. Sonó una segunda vez, más insistente. A la tercera, se incorpor&