La noche había caído sobre la ciudad cuando el Maserati de Enzo se detuvo frente al edificio de Valeria. El silencio entre ambos era tan denso que podía cortarse con un cuchillo. Durante todo el trayecto desde el evento, ninguno había pronunciado palabra, como si ambos estuvieran acumulando fuerzas para la tormenta que se avecinaba.
Valeria observó las manos de Enzo aferradas al volante, los nudillos blancos por la presión. Su perfil recortado contra las luces de la ciudad mostraba una mandíbula tensa y una mirada fija en algún punto indefinido del parabrisas.
—¿Vas a invitarme a subir o prefieres que tengamos esta conversación aquí mismo? —preguntó él finalmente, su voz controlada pero cargada de una emoción contenida que hizo que Valeria sintiera un escalofrío.
—Sube —respondió ella secamente, abriendo la puerta del coche.
El ascensor se convirtió en otra cámara de tortura silenciosa. Valeria podía sentir el calor que emanaba del cuerpo de Enzo a escaso