El atelier se sumió en un silencio inquietante cuando Valeria cerró la puerta tras de sí. La luz del atardecer se filtraba por los ventanales, proyectando sombras alargadas sobre los maniquíes y las telas dispersas. Respiró hondo, intentando calmar el torbellino de emociones que la consumía. Necesitaba ese espacio, ese momento a solas para reorganizar sus pensamientos.
No habían pasado ni cinco minutos cuando escuchó el inconfundible sonido de pasos firmes acercándose. Sabía perfectamente quién era antes incluso de que la puerta se abriera.
Enzo entró sin llamar, como si tuviera todo el derecho del mundo a irrumpir en su espacio. Sus ojos, oscurecidos por la determinación, se clavaron en ella.
—¿Ahora huyes de mí? —preguntó con ese acento italiano que se intensificaba cuando estaba molesto.
Valeria dejó caer sobre la mesa el boceto que fingía revisar.
—No estoy huyendo, estoy trabajando. Algo que deberías entender perfectamente.
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