La Toscana se desplegaba ante Valeria como un lienzo perfecto. Colinas ondulantes, cipreses que se alzaban como centinelas y un cielo tan azul que parecía irreal. Desde la ventanilla del coche, todo lucía como una postal, pero ella apenas lo notaba. Su mente estaba en otro lugar: en el hombre que conducía a su lado.
Enzo manejaba con esa elegancia natural que parecía impregnar cada uno de sus movimientos. Manos firmes sobre el volante, perfil recortado contra el paisaje toscano, como si hubiera nacido para pertenecer a ese cuadro.
—¿Nerviosa? —preguntó él sin apartar la vista de la carretera.
—¿Por qué debería estarlo? Es solo una visita a proveedores —respondió Valeria, fingiendo indiferencia mientras ajustaba sus gafas de sol.
Una sonrisa ladeada apareció en el rostro de Enzo.
—Claro. Solo proveedores.
Después de tres días intensos en Milán cerrando acuerdos con las fábricas de seda, Enzo había insistido en llevarla a la Toscana para conocer a los artesanos del encaje que trabajaban