Sentí un escalofrío de inquietud al recordar el nombre Obsidian. Aunque tenía todos los lujos que una chica podría desear —ropa, joyas, bolsos, zapatos que costaban más de lo que la mayoría de la gente ganaba en toda su vida, y el servicio devoto de los hijos poderosos de familias adineradas—, no podía librarme de esa extraña incomodidad. Algo en ese nombre me corroía.
Recordaba haberlo oído susurrar en la mansión de Don Giorgio: la Cabeza de Obsidian. No eran solo un grupo mafioso; eran la facción del hampa más temida del planeta. Empresarios influyentes se inclinaban ante ellos buscando protección o favores. Y, sin embargo, allí estaba yo, rodeada de una riqueza inimaginable, incapaz de explicar por qué la sola mención de ese nombre me ponía los pelos de punta.
Pasé junto a las filas de marcas de diseñador cuidadosamente expuestas, cada artículo reluciendo tras un cristal pulido. Joyas, bolsos, zapatos… todo costaba millones, pero Luciano me lo había comprado sin dudarlo. No pude ev