Encierro

—Hiciste bien en matarlo—la voz de Kenia se alzó en medio del silencio—. En este mundo no hay espacio para los traidores.

Luke frunció el ceño al tiempo en que recordaba los ojos saltones de Horacio, esas cuencas a punto de salirse, esa mirada suplicante. No, a él nunca le temblaba la mano al momento de matar a alguien, sin embargo, dudó.

Había algo en la mirada de Horacio que le hizo recordar a su padre, en realidad no tenían nada en común: los ojos de Horacio eran saltones y de un color vulgar; pero, por un momento, era como si lo hubiese visto a él, o, quizás, solo era la sensación de familiaridad.

«Familia», pensó entonces, comprendiendo que esas palabras no existían en su vida. Ni existirían. Ya no.

—Aunque me sorprendió que no le volaras los sesos—continuó la mujer, mirándose las uñas. La realidad era que Luke siempre apuntaba a la cabeza o al corazón, no había un punto medio.

—¿Cómo lo supiste?—se giró entonces encarándola

—¿Cómo supe qué?

Kenia no entendió la pregunta.

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