Livia tomó del brazo al hombre que rara vez se apartaba del lado de Damian: el asistente Brown.
En ese momento, el joven amo estaba en su estudio, enterrado en su trabajo habitual. Ni siquiera al llegar a casa descansaba. La riqueza no lo había vuelto perezoso.
En cuanto sintió que estaba a salvo de las miradas de las sirvientas, Livia soltó rápidamente su brazo.
Brown se quedó ahí, en silencio, observándola con calma. Estaba esperando, esperando a escuchar lo que ella tuviera que decir.
Pero incluso ese ligero contacto había sido imprudente. Si Damian los veía juntos así… no sería fácil para Brown justificarlo.
—Asistente Brown —dijo Livia despacio—, ¿me puede dar el número de Helena?
Brown parpadeó.
—¿Para qué?
Entrecerró los ojos, tratando de descifrar sus intenciones. ¿Qué tramaba ahora? Brown deseaba que ella dejara ya ese papel que se había adjudicado a sí misma, como una especie de diosa del amor. No se daba cuenta de que no era la celestina de esta historia… sino el blanco.
—S