Resultó que el asistente Brown tenía razón desde el principio.
¿Acaso era psíquico?
Había predicho todo con una exactitud inquietante.
Esa misma mañana, Livia recibió una llamada de un número desconocido. Al contestar, una voz dulce y melodiosa la saludó: la de Helena.
Habló con amabilidad, casi con afecto, antes de deslizar su verdadera intención:
—¿Podemos vernos? ¿Qué tal un café?
Livia casi se atragantó.
¿Así que era de esta forma? ¿Helena la contactaba primero? No solo hacía que sus amenazas a Brown el día anterior parecieran ridículas, también la hacían sentirse diez veces más humillada.
Ahora, sentada frente a Helena en una cafetería tranquila, Livia bajó la cabeza, intentando esconder la vergüenza que florecía en su rostro como enredaderas indeseadas. Podía sentir cómo la incomodidad se le arrastraba bajo la piel.
Helena lucía impecablemente elegante: su cabello negro caía en ondas que enmarcaban a la perfección su rostro, sus labios carnosos se curvaban en una sonrisa serena.