No supo cuánto tiempo durmió, pero el sonido de la puerta abriéndose la despertó. Escuchó unos pasos que se acercaban y una chispa de alegría se encendió en su interior, pensando que era Paolo que había vuelto. Sin embargo, para demostrar su descontento, decidió permanecer oculta.
Sintió que alguien se sentaba con delicadeza en el borde de la cama. Pero algo era diferente. No percibía el familiar aroma a sándalo de Paolo. En su lugar, flotaba una fragancia ligera a hierba fresca, un olor que le resultaba extraño y conocido a la vez.
La persona a su lado suspiró suavemente, se levantó y se dirigió hacia la puerta. De repente, se detuvo y se giró. La luz dorada del sol se filtraba por su cabello. Con dificultad, tragó saliva, y una voz grave y melancólica susurró:
—Cristi, perdóname.
Oculta bajo las sábanas, Cristina sintió una sacudida. Esa voz… era tan familiar, sentía que era…
Se destapó de golpe y miró con urgencia hacia la puerta, pero no había nadie.
Una mueca de confusión se dibu