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Capítulo 4 Invitación de boda

A la mañana siguiente, en la mansión Morelli.

Después de una noche de pasión, Paolo bajó al comedor para desayunar, rodeando con el brazo a la despampanante Romina Bruni.

Romina había sido una modelo desconocida hasta que Paolo la descubrió en un concurso. La eligió únicamente por el asombroso parecido que guardaba con su antiguo amor, Stella Bianchi. Con su ayuda, Romina no solo ganó el certamen, sino que también se consolidó en el mundo del modelaje. Más tarde, se enteró por terceros de que su victoria se debía por completo al "apoyo" de él.

Movida por la ambición, el dinero y la fama, se le acercó en una fiesta. Paolo, que podía resistirse a cualquier mujer, fue incapaz de rechazar a la que era casi un reflejo de su exprometida. Romina lo sedujo sin dificultad y se convirtió en su amante oficial.

Pero su relación nunca pasó de ahí. Para el solitario y melancólico Paolo, ella no era más que una sustituta de Stella.

Cristina sabía que Romina era la amante exclusiva de Paolo desde hacía años, y también era consciente del desprecio que la modelo sentía por ella. Romina no entendía por qué Paolo mantenía a una mujer tan insignificante y sin curvas como su asistente personal. Menos aún comprendía por qué, aquella noche, la había echado a ella para quedarse coqueteando con Cristina.

Al recordarlo, una chispa de malicia brilló en su mirada mientras observaba a la joven que les preparaba el desayuno. Cristina sintió sus ojos clavados en la espalda, pero la ignoró y siguió con su tarea.

Poco después, sirvió todo en la mesa. Paolo, aún abrazando a Romina, se sentó. Su plan era desayunar e irse de inmediato al Grupo Morelli para atender algunos asuntos. Como cada mañana, Cristina le entregó los periódicos y la correspondencia que le había dejado el mayordomo.

Él los tomó con fastidio y, al ver un sobre rojo entre los papeles, preguntó con impaciencia:

—Otra invitación. ¿De quién es?

Cristina, de pie a su lado, negó con la cabeza sin levantar la vista. Desde lo ocurrido aquella noche, no se atrevía a mirarlo a los ojos, como si sintiera una culpa constante.

Paolo abrió la invitación. Al instante siguiente, su semblante se endureció. Un destello de tristeza cruzó en sus ojos ámbar, pero fue reemplazado al instante por una furia arrolladora.

Fijó su mirada dura en Cristina y le arrojó la tarjeta a la cara.

—¡Ah!

Sobresaltada, ella soltó un pequeño grito, sin entender qué había hecho mal. El pánico se reflejó en sus ojos.

Paolo se levantó de golpe y se acercó a ella. La sujetó de la barbilla con tanta fuerza que Cristina sintió que se la iba a romper.

—Cristina, no vuelvas a traerme esta basura. ¿Entendido?

La miró directamente, y ella pudo ver la ira a punto de estallar en sus ojos. Asintió con dificultad, aterrada, sin apartar la mirada.

—Paolo, mi amor, no te molestes por esta sirvienta inútil. Mejor vamos a desayunar, ¿sí? —intervino Romina con voz melosa, dedicándole una mirada seductora.

Paolo se giró hacia Romina, y su furia pareció intensificarse. Verla solo avivaba sus recuerdos, provocándole una sensación detestable.

—¡Cállate!

Romina siempre había creído que ocupaba un lugar especial en la vida de Paolo. El hecho de que la hubiera impulsado hasta la cima del mundo del modelaje era, para ella, la prueba definitiva. Pero en ese momento, su corazón se hundió. Admitía que al principio se había acercado a él por dinero, pero con el tiempo, se dio cuenta de que había desarrollado sentimientos genuinos. En el superficial mundo de las pasarelas, enamorarse era un riesgo profesional, un obstáculo para su carrera.

Poco a poco, sin embargo, se había perdido en la profundidad de esos ojos ámbar, perdiendo su característica confianza e incluso fantaseando con que algún día él le pediría matrimonio.

De un manotazo, Paolo barrió toda la vajilla de la mesa. Los platos y las tazas se hicieron añicos contra el suelo. Los sirvientes se quedaron paralizados de miedo a un lado de la habitación.

Romina corrió a esconderse detrás de ellos, temiendo que la furia de su amante la alcanzara.

Cristina observaba sus ojos enfurecidos. Podía ver que detrás de esa violencia se escondía una profunda soledad y desesperación. Podía sentir su dolor.

El jarrón junto al televisor voló por los aires, la pecera se estrelló contra el suelo, y el gran reloj de pie fue derribado con una patada.

—¿Qué le pasa hoy al señor...?

Los sirvientes observaban aterrorizados cómo destrozaba todo a su paso. Era la segunda vez que lo veían perder el control de esa manera. La primera había sido ocho años atrás, cuando la señorita Stella Bianchi rompió su compromiso con él.

Él los ignoraba a todos, consumido por una necesidad irrefrenable de descargar su rabia. Cristina vio la tristeza que se agitaba en su mirada.

Paolo tomó el florero que estaba sobre el piano de cola y lo lanzó sin dudarlo. Luego, agarró el delicado violín rosa que descansaba en una esquina del instrumento y se dispuso a hacer lo mismo.

—¡No! ¡Señor, por favor!

La voz de Cristina sonó como un ruego desesperado. Un segundo después, sus manos temblorosas se aferraron a las de él, deteniendo el golpe.

—Señor, se lo suplico. Por favor, no rompa el violín.

Con los ojos llenos de lágrimas, le imploró.

Ese violín rosa era suyo. Para ser exactos, había sido el regalo de cumpleaños número veinte que Paolo le había hecho. Lo atesoraba más que a nada y solo lo sacaba de su habitación en ocasiones especiales. Justo el día anterior, Paolo había comentado que extrañaba escucharla tocar, así que ella lo había traído para él.

—¡Suéltame!

Su voz era dura, su mirada vacía de toda emoción. En ese momento, solo quería destruir.

Ella negó con la cabeza, las lágrimas resbalando por sus mejillas. Era la primera vez que desobedecía una orden suya.

—Hasta tú me vas a traicionar, ¿no es cierto?

Paolo retrocedió unos pasos, y una sombra de decepción cruzó su rostro. La Cristina que conocía nunca se habría atrevido a contradecirlo.

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