La mansión de la familia Fabri se erigía imponente entre la frondosa vegetación. Un portón de madera rojiza, adornado con dos pesados aldabones de bronce en forma de león, resplandecía bajo las intensas luces exteriores, que le daban a los detalles metálicos un brillo dorado y dejaban claro el estatus de sus dueños.
El prestigio de los Fabri en Ciudad Castelvecchio era innegable, un legado construido sobre la fortuna que sus antepasados habían acumulado. Sin embargo, el padre de Enrico Fabri había muerto prematuramente por una enfermedad, y Enrico, el heredero, no era más que un bueno para nada que solo sabía divertirse como si no hubiera un mañana. Por eso, en la actualidad, todo el patrimonio familiar estaba en manos de Gabriella Fabri.
Gabriella había movido los hilos con una maestría tal que, bajo su control, el imperio familiar no había hecho más que crecer. Claro que esto se debía en gran parte a su carácter implacable. Se decía que los lugares más prósperos escondían los secret