—¿Llamar a la policía? Adelante, hazlo. Pero en el momento en que marques el número, tu hermana muere.
Una chispa de malicia brilló en la mirada de Gabriella, y una sonrisa altanera se dibujó en sus labios.
El brazo de Stella, que ya sostenía el celular, se quedó suspendido en el aire. Con una mueca de amargura, se dio cuenta de que no era tan ingenua como para apostar la vida de su hermana. Cambiando de estrategia, se acercó a su suegra y se dejó caer de rodillas a sus pies. Tragó saliva con dificultad y, con la voz ahogada por las lágrimas, suplicó:
—Señora, por favor… se lo suplico, déjela ir. Déjela vivir. Usted también tiene familia… Le juro que haré lo que sea, pero por favor, suelte a mi hermana… Se lo ruego…
Gabriella la miró con desprecio, con una evidente expresión de repugnancia.
—No entiendo qué te vio mi hijo. Si no fuera por ti, Paolo no habría venido a arruinarlo todo y la familia no estaría sufriendo este desprestigio.
La expresión de Stella cambió. Con los labios apre