La mano ardiente de Paolo le cubrió el pecho, deslizando su sostén hacia arriba. Una corriente eléctrica invadió el cuerpo de Cristina, haciéndola temblar.
La mezcla de dolor y excitación llenó sus ojos verdes de lágrimas que se arremolinaban sin caer.
Paolo la observó, con una expresión de absoluto fastidio en el rostro. De repente, se apartó de ella.
—Quítate la ropa. Toda —ordenó con una voz dura y autoritaria.
Ella se quedó paralizada por un momento. Luego, se secó las lágrimas que amenazaban con derramarse. Con manos temblorosas, alcanzó la cremallera de su vestido blanco y la bajó lentamente. El aire fresco le erizó la piel y sintió cómo su corazón latía con fuerza.
—¡Clac!
La cremallera llegó a su fin. Quedó completamente desnuda, temblando, sintiéndose expuesta y vulnerable.
Paolo se giró para mirarla y recorrió su cuerpo con la vista, pero en sus ojos ámbar no había la menor señal de deseo.
—Acércate —le indicó con un gesto de la mano.
Cristina, con el cuerpo rígido, se movió hasta quedar frente a él.
Él la examinó como si fuera un objeto sin valor.
—Ahora, compláceme.
Se mordió el labio, que ya no tenía color, y bajó la vista. No entendía qué esperaba que hiciera. Cerró los ojos y se quedó en silencio.
Al ver que no se movía, él arrugó la frente, impaciente. La sujetó de la cintura con una mano firme, deteniendo sus temblores. Al segundo siguiente, la mordió en los labios y la besó con una desesperación casi salvaje.
—¿No sabes cómo complacerme? —murmuró contra su boca.
Su otra mano se deslizó hasta su pecho y comenzó a maltratarlo sin piedad.
—¡Uhm! —jadeó ella, cuyo cuerpo, sin experiencia alguna, reaccionaba de forma instintiva.
Se echó hacia atrás, pero él la sujetó con más fuerza. Bajo sus caricias expertas y agresivas, se sintió completamente a su merced. Quería llorar. En ese momento entendió que provocar a un hombre como él nunca terminaba bien. Las lágrimas que había contenido comenzaron a rodar por sus mejillas sin parar.
Paolo observó cómo lloraba en silencio y resopló con fastidio.
—¡Qué aburrida! ¡Lárgate!
Detuvo todos sus movimientos bruscamente y se levantó de la cama para meterse directamente al baño.
El sonido del agua fría cayendo a toda presión fue lo único que rompió el silencio, una cascada helada que seguramente estaba aplacando el fuego de su cuerpo.
Cristina se quedó temblando en la cama. Tardó un buen rato en reaccionar. Cuando por fin lo hizo, se vistió a toda prisa y salió de la habitación sin hacer ruido. Echó una última mirada a la silueta musculosa que se adivinaba tras el cristal de la ducha y, con un suspiro casi inaudible, se fue.
...
De vuelta en su cuarto, un mar de color rosa la recibió.
La pequeña habitación parecía sacada de un cuento de hadas: la cama, el tocador, el armario, incluso el violín en su estuche, todo era de color rosa. Y todo había sido un regalo de Paolo. Sin él, probablemente seguiría siendo una huérfana despreciada en el orfanato.
Sintió una dolor en el pecho mientras los recuerdos del pasado la inundaban. Se le enrojecieron los ojos, y un nudo se le formó en la garganta.
Se sentía completamente vacía por dentro mientras caminaba hacia el tocador rosa.
Mucha gente decía que el rosa era el color de las princesas, pero ella sabía que, aunque estuviera rodeada de cosas de princesa, nunca sería una. En este mundo, algunas personas nacen siendo princesas, y otras, simplemente son lacayas.
Lentamente, levantó la vista y se miró en el espejo. Su reflejo le recordó a la niña de mejillas sonrosadas que, ocho años atrás, miraba a Paolo con fascinación y timidez. Sus ojos verdes eran lo más cautivador de su cara, de una pureza que hipnotizaba. Fueron esos ojos los que hicieron que él cambiara su vida para siempre.
...
Ocho años atrás.
La noche cubría la ciudad de luces parpadeantes como un manto de tinta.
Era casi la una de la madrugada cuando Cristina salió del orfanato. Era su cumpleaños, pero nadie lo sabía. El viento soplaba suavemente, las calles brillaban y la noche era hermosa.
El único que alguna vez había celebrado su cumpleaños con ella era Ciro, pero una buena familia lo había adoptado hacía mucho tiempo. Sabía que probablemente nunca volvería a verlo. Suspiró suavemente al recordar cómo él le preparaba una pequeña fiesta. Se le llenaron los ojos de lágrimas y, al cerrarlos, estas cayeron sobre el pavimento.
Un Lamborghini negro apareció de la nada, rugiendo por las calles como una bestia descontrolada. Se pasó varios semáforos en rojo, avanzando a una velocidad demencial, como si nada pudiera detenerlo.
Un rechinido agudo la sobresaltó. Al voltear, vio que el carro negro había dado vuelta en la esquina a toda velocidad. Estaba tan asustada que no tuvo tiempo de reaccionar.
Paolo, con una mano en el volante y la otra apoyada en el marco de la ventanilla bajada, recorría la calle con la mirada. De pronto, vio a la chica aparecer frente a él. Se le heló la sangre y pisó el freno con todas sus fuerzas.
Aunque frenó a tiempo, la inercia hizo que el carro se deslizara unos metros más. La defensa golpeó a Cristina, que se pegó en la cabeza contra el cofre y cayó al suelo, inconsciente.
Paolo no supo qué hacer por un segundo. Luego, abrió la puerta de un empujón y bajó del carro. Frente a él, yacía una chica con el cabello largo y revuelto, desmayada. La tomó en brazos y notó que sus pestañas largas temblaban como las alas de una mariposa. Era tan hermosa que le robó el aliento.
Le tomó un momento reaccionar. Con mucho cuidado, la colocó en el espacioso asiento del copiloto y condujo hacia el hospital más cercano.
En cuanto llegaron, se la llevaron de inmediato a quirófano.
Él arrugó la frente y se frotó las manos, nervioso. Miraba la luz roja sobre la puerta de la sala de operaciones y caminaba de un lado a otro sin parar. Recordó todo lo que había pasado ese maldito día y su expresión cambió.
Se suponía que hoy era el día de su boda con Stella Bianchi. Todos los invitados ya estaban allí cuando, de la nada, ella se arrepintió y lo dejó plantado. Al recordar la indiferencia con la que lo había tratado, apretó el puño y lo estrelló contra la pared. Sus nudillos se pusieron rojos al instante.