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Prisionera en la Mansión Morelli
Prisionera en la Mansión Morelli
Por: Zero Lux
Capítulo 1 ¿Esto es lo que querías?

La noche era fresca y silenciosa. La luz de la luna se colaba por los ventanales lujosamente decorados, iluminando la cama de la habitación.

Una ola de gemidos desinhibidos llegaba con claridad hasta el cuarto de al lado, donde Cristina Rizzo escuchaba. Ya había perdido la cuenta de las veces que había oído esos sonidos.

Dentro de la habitación, una mujer estaba arrodillada junto al hombre en la cama. Él le había arrancado los tirantes del vestido, que ahora caía hasta su cintura, revelando sus pechos. Su largo cabello castaño claro caía en ondas, haciéndola lucir increíblemente sensual bajo la luz de la luna.

El hombre, vestido con una camisa de alta costura, yacía sobre el colchón. Tenía todos los botones desabrochados, dejando al descubierto un torso bien definido que brillaba bajo la suave iluminación. Con un movimiento, rodeó la cintura de la mujer con su mano y la empujó debajo de él con una fuerza dominante.

Ella dejó escapar un gemido tímido.

Su mano descendió lentamente, explorando la intimidad de la mujer. Sus dedos tocaron una humedad cálida. La cara de ella se sonrojó al pensar en lo que estaba por suceder. Él le levantó las piernas bruscamente, con la meta de satisfacer su deseo.

Pero, un segundo después, se detuvo en seco.

Justo en el último momento, se dio cuenta de que no había preservativos a la mano. Con un movimiento brusco, se cubrió con la bata de baño que estaba tirada al borde de la cama y se sentó.

—¡Cristina Rizzo! ¡Cristina Rizzo!

Ella era la sirvienta personal de Paolo Morelli; se encargaba de absolutamente todas sus necesidades diarias, lo que incluía tener listos los preservativos.

Cristina, que estaba sentada y perdida en sus pensamientos en la habitación contigua, oyó su nombre y corrió veloz al cuarto de su señor, lista para recibir órdenes.

Al entrar, la escena que la recibió le subió los colores a la cara.

Paolo llevaba puesta la bata de baño, su cabello corto y con mechas claras caía despreocupadamente sobre su frente. Unos mechones le cubrían parcialmente los ojos, un par de irises de color ámbar que se veían sombríos, distantes, pero extrañamente fascinantes.

La mujer semidesnuda era Romina Bruni, una modelo de cabello largo y castaño que caía sobre su espalda descubierta. Cristina sabía que ella era la amante exclusiva de Paolo. Siempre había sido su trabajo preparar las cosas para ellos.

—Joven, ¿necesitaba algo?

Bajó la mirada, incapaz de sostener los ojos de color ámbar que la observaban fijamente. Sentía la cara en llamas.

—¿Hiciste todo lo que te encargué? —preguntó Paolo con calma, una sonrisa maliciosa asomando en sus labios.

—Sí, sí, joven… —respondió ella, sin convicción, mientras su mente trabajaba a toda velocidad.

¡Los preservativos! De pronto, recordó que se le había olvidado por completo comprarle una caja nueva. La razón de su descuido fue que un chico de la universidad se le había declarado ese mismo día en la puerta de la casa, y el incidente la había dejado tan nerviosa que no se había atrevido a salir después.

—¡Se me olvidó comprarlos! Joven, lo siento, de verdad lo siento. ¡Voy por ellos ahora mismo! —dijo, y se dio la vuelta para salir corriendo.

—Olvídalo —la detuvo él de inmediato. Su mirada, ya de por sí iracunda, se endureció aún más.

Cristina se quedó sin saber qué hacer.

—Joven, perdón, yo…

—Lo siento, ¿es lo único que sabes decir? —la interrumpió, inclinándose sobre ella. Su cara, de una belleza casi insultante, quedó a centímetros de la de Cristina. Enseguida, la tomó del mentón y la obligó a levantar la vista, estudiándola con una mirada llena de desdén.

Ella no se atrevió a verlo a los ojos. Sabía que esta vez estaba en serios problemas; su señor estaba realmente furioso.

—No… no es eso, joven… —logró balbucear, negando con la cabeza. Sus ojos oscuros, bajo la luz cálida, parecían aún más vulnerables, y su piel pálida resaltaba su pureza.

Fueron precisamente esos ojos los que lo habían cautivado tiempo atrás. Esa fue la razón por la que se le ocurrió la idea de llevarla a la mansión Morelli, para que lo sirviera personalmente. La convirtió en su sombra, exigiéndole lealtad absoluta. Se había prometido darle todo, con la egoísta condición de no enamorarse jamás de ella.

Paolo se quedó mirándola fijamente por un instante. Luego, apartó la vista, con una expresión dura y hermética.

—Joven Morelli… —murmuró Romina desde la cama con voz melosa, lanzándole una mirada furiosa a Cristina.

Esa sirvienta entrometida le había arruinado la noche.

—Joven Morelli, no vale la pena que te enojes con ella —insistió Romina, tratando de sonar seductora.

—¡Cállate! Y lárgate —gritó él con impaciencia. Su voz era tan cortante que Romina se asombró en extremo.

Aun enojado, Paolo resultaba irresistiblemente atractivo. Incluso una mujer tan hermosa y segura de sí misma como ella perdía toda su confianza frente a él. Sabía que era un tipo de carácter difícil y que sus órdenes no se discutían, así que se asustó tanto que no se atrevió a decir nada más. Recogió su ropa del suelo y salió de la habitación con el orgullo herido.

—¿Tanto querías llamar mi atención? —le preguntó Paolo, apretando su agarre en el mentón de Cristina y forzándola a un contacto visual.

—No… no es eso, joven… yo…

Una sonrisa de desprecio se dibujó en sus labios delgados y sensuales. La miró desde arriba, con una expresión de menosprecio.

—¿O es que no te gusta verme con otras mujeres?

Cristina sintió que la cara le ardía.

En ese momento, con los mechones claros cayéndole sobre la frente y esa intensa mirada fija en ella, Paolo era la viva imagen del peligro. Era el tipo de hombre que hacía que cualquier mujer perdiera la cabeza, y aunque Cristina era su sombra, la que lo seguía a todas partes, a menudo se sentía abrumada por su belleza. Especialmente por esos ojos, que parecían tener el poder de hechizar a cualquiera, pero que al mismo tiempo mantenían a todo el mundo a distancia.

De repente volvió a la realidad.

La mano de Paolo se había deslizado bajo su vestido blanco y le apretaba el seno con fuerza, provocando que se le erizara la piel.

—¿Esto es lo que querías? —le preguntó, manipulándola sin ningún pudor. En sus ojos no había rastro de emoción, solo una sonrisa retorcida en los labios.

Ella no se atrevió a oponer la más mínima resistencia. Usó toda su fuerza de voluntad para reprimir el gemido que amenazaba con escapar de sus labios. Para ella, las órdenes de Paolo eran absolutas.

—¡Ah!

La tomó bruscamente de la muñeca y, en un giro violento, la arrojó sobre la cama. El peso de su cuerpo la dejó sin aliento.

Quedó inmovilizada bajo él, con la mandíbula adolorida por su agarre. Sintió como si se la fuera a romper. Unas lágrimas de dolor nublaron su vista.

—Joven… me lastima… —le suplicó.

—¿Te lastimo? —se burló él, con una sonrisa cínica.

Un segundo después, sus labios se apoderaron de los de ella.

—¡Mmm!

La besó con una ferocidad que le robó el aliento. Su lengua invadió su boca con una posesividad brutal mientras su mano le sujetaba la cara con fuerza. Solo sentía dolor, un dolor tan intenso que apenas podía respirar.

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