Al día siguiente
New York
Lance
La habitación huele a antisepsia y a miedo. La luz tenue ilumina los contornos pálidos de Karina; su respiración, irregular, rompe el silencio con un ritmo que me hace contener el aliento. Sostengo su mano, tembloroso, aferrándome a ella como si soltarla significara perderla también a ella. La pérdida de nuestro hijo me golpea con fuerza, pero no puedo quebrarme.
—Hijo… deberías comer algo, descansar —susurra mi madre, posando su mano sobre la mía. Su voz es un hilo de ternura que intenta atravesar mi desesperación.
—No… no tengo hambre —mi voz tiembla, rasgada—. No pienso moverme de su lado. Quiero estar cuando despierte. Quiero ver a… Karina.
Paola suspira, con los ojos llenos de preocupación y una tristeza que no necesita palabras.
—Lance… llevamos horas aquí. Al menos come algo. No puedes enfermarte… Karina te necesita ahora más que nunca.
La aprieto con la mirada, intentando que entienda que estoy roto, que no puedo ni pensar en mí mismo.
—Estoy bie