Dos días después
New York
Karina
Hace unos días Ana me llamó, con la voz temblorosa, para contarme que Lance había destrozado la oficina en un ataque de furia y dolor. Ese día sentí que algo dentro de mí se quebraba. Comprendí que no podía seguir hundiéndolo conmigo, arrastrándolo a un pozo del que ninguno de los dos saldría. Lance no lo merecía; me ama demasiado y, precisamente por eso, debo dejarlo ir. He pasado noches enteras mirando el techo, llorando en silencio, repitiéndome que esta será la única forma de salvarlo, aunque me destruya.
Aprovechando que hoy salió a correr —como todos los sábados— me levanté, me vestí con lo primero que encontré y caminé hasta la puerta de la casa de mis padres. Y ahora mi corazón golpea con tanta fuerza que parece querer huir antes que yo. Toco el timbre con las manos heladas, y cuando la puerta se abre, la mirada sorprendida de mi madre me deja clavada en el suelo.
—¿Qué haces aquí, Karina? —averigua mi madre, con los ojos abiertos de par en par