Mundo de ficçãoIniciar sessãoMeses después
New York
Cristina
Todo había cambiado de forma inesperada. El detective que contratamos logró hallar un rastro de la amiga de Yang Ling; según él, está en Berlín. La noticia nos sacudió aún más cuando revisamos los registros en Londres: Yang se había casado y luego divorciado de Michael Davis… mi primo. La posibilidad de que Michael fuese el padre del supuesto hijo me dejó helada. Sin embargo, no había ni un acta de nacimiento ni un registro que probara la existencia del niño. Un fantasma en los papeles, un secreto escondido demasiado bien.
Amanda, firme como siempre, me prometió seguir a mi lado en esta búsqueda. Mi madre, en cambio, tomó otro camino: intentó acercarse a mi abuela Margaret, hablarle con calma, incluso sugirió que conociera a la familia de Lance con la esperanza de arrancarle alguna verdad. Yo, por mi parte, con la ayuda de Roger, comencé a indagar en otro frente: los negocios turbios de mi abuelo. Gracias a los contactos de mi esposo, logramos hablar con un amigo suyo en el gobierno, especialista en fraudes fiscales, que podría ayudarnos a tirar de algún hilo.
Y ahora, en casa, mientras revisamos juntos algunos documentos, la tensión se respira en el aire. Roger rompe el silencio, su voz grave y contenida:
—Cristina, todo esto es como perseguir sombras. No hay pruebas, no hay papeles… ¿y si ese niño nunca existió?
Lo miro con cansancio, pero con determinación en la mirada.
—Roger, tú no entiendes. Si mi abuelo lo mencionó, es porque algo sabe. Y si Yang Ling se casó con Michael… entonces hay algo más grande que no estamos viendo.
Él suspira, se pasa una mano por el cabello, frustrado.
—¿Y qué pasa si nos estamos metiendo demasiado? Williams no es un hombre al que convenga tener de enemigo. Tú lo sabes mejor que nadie.
—Por eso justamente no pienso detenerme —respondo con firmeza, apoyando una mano sobre los papeles—. Él lleva años decidiendo el destino de todos nosotros. Ya es hora de que alguien le arranque las máscaras.
Roger me sostiene la mirada, serio, pero sé que en el fondo su temor no es por él, sino por mí.
—Entonces —dice finalmente, apoyando su mano sobre la mía—, si vas a seguir, no lo harás sola.
Banyoles, España
Lance
Mi hija había cumplido un año hacía apenas unos días. Ya comenzaba a dar sus primeros pasos, tambaleantes pero firmes, y a balbucear palabras como “mamá” y “papá”. Cada día se parecía más a Karina, aunque ella insistía en que era mi vivo retrato, sobre todo cuando se enojaba y peleaba por los juguetes con el hijo de Cristina. Después de festejar su cumpleaños, decidimos viajar a España para que mi familia la conociera.
Karina se había encargado de empacar hasta el último detalle: pañales, mamaderas, mudas de ropa para cada ocasión. Después de pasar la noche viajando, llegamos a Barcelona, donde nos esperaba Alejandra. Yo iba cargado con valijas, cochecito y bolsas, mientras Karina atendía con paciencia a Emma. Alejandra, emocionada, nos recibió con besos y abrazos, y pronto nos llevó en su coche rumbo a la hacienda. Durante el trayecto, ella y Karina charlaban animadamente, poniéndose al día, mientras yo me concentraba en mi hija, que observaba fascinada las luces del camino.
Ahora, al llegar a la hacienda, todo cambia. Los saludos se suceden uno tras otro: mi abuela, mi tío, y de pronto… mi madre.
—Hola, madre —digo sorprendido—. Pensé que estabas en Francia, visitando a Colette.
Ella sonríe con esa mezcla de ternura y misterio que siempre la acompaña, y de inmediato pide a Emma en brazos.
—Dame a esa princesa, cada día crece más. Está bellísima —me dice, apretando a mi hija contra su pecho.
—A Colette se le presentó algo inesperado en el hotel, no lo podía resolver Phillip. Ya sabes cómo es tu madrina, quiere encargarse de todo ella —agrega sin darme respiro.
Frunzo el ceño.
—Yo hablé con Phillip ayer y no me contó nada.
Las palabras quedan suspendidas en el aire. Entre los abrazos y la algarabía de la familia, siento esa punzada conocida: la certeza de que mi madre oculta algo. Y que esta visita no será tan simple como imaginaba.
Horas más tarde
Martha
Durante semanas viví con la amenaza de Williams martillando en mi cabeza. Su voz grave, casi paternal, me había dicho sin pestañear que debía convencer a Lance de asumir su lugar en las empresas. Si no lo lograba, él se encargaría de sacar a la luz un supuesto hijo de mi hijo con su exnovia.
No había pruebas, ni un acta de nacimiento, nada. Solo su seguridad escalofriante. Y yo conocía bien a mi suegro: jamás jugaba con rumores, siempre tenía una carta oculta bajo la manga. Esa certeza me robaba el sueño cada noche.
Y en este instante la cocina de mi madre huele a manzanilla recién hecha. Estoy sentada, encorvada, con los dedos entrelazados, mientras Yaya me observa en silencio, con esos ojos cansados que todo lo ven.
Ella rompe la quietud con voz firme:
—Deberías hablar con Lance y contarle la verdad.
Levanto la mirada de golpe, la respiración se me corta.
—¿Cuál verdad, madre? —respondo con un hilo de voz, casi con rabia contenida—. Son solo sospechas. Margaret no soltó nada en Londres. Fue inútil.
Yaya deja la taza con un golpe seco sobre el platillo. Sus cejas se arquean, sus labios tiemblan de impaciencia.
—Michael se casó con esa mujer por algo, Martha. Estaba embarazada, no me cabe duda.
Me muerdo los labios y me paso una mano por el cabello, desesperada.
—Sí, pero eso no significa que el hijo sea de Lance.
Ella entrelaza las manos sobre la mesa, inclinándose hacia mí, con un brillo duro en los ojos.
—Yo insistiría con Margaret. Esa mujer sabe la verdad y la esconde.
Bajo la mirada, juego con el borde de la servilleta, sintiendo un vacío en el estómago.
—No lo sé, madre… cuando la vi a escondidas me dio la impresión de que ocultaba algo más. Y ahora Williams… —hago una pausa, tragando saliva—. Está demasiado calmado. Eso me asusta.
Yaya me toma las manos con fuerza. Sus dedos arrugados aprietan los míos como si quisiera sacudirme el miedo.
—Martha, escucha. Lance no es ciego. Pronto notará que le ocultas algo. Y cuando lo descubra, será peor.
Cierro los ojos y respiro hondo, buscando fuerza donde no la tengo.
—No voy a decirle nada. No voy a arruinar su felicidad con Karina y la niña por un rumor.
Mi madre suspira hondo, con un dejo de reproche.
—¿Y qué piensas hacer? ¿Esperar a que Williams cumpla su amenaza?
Levanto la barbilla, mis manos ya no tiemblan.
—Voy a hablar con Steven, el esposo de Jaqueline. Quizá él pueda ayudarnos.
Los ojos de Yaya se abren de par en par, incrédulos.
—¿Steven? ¿El esposo de tu cuñada? ¡Martha! ¿En qué estás pensando? Eso es un riesgo enorme.
Aprieto los puños sobre la mesa y clavo la mirada en ella, con la voz baja pero cargada de furia.
—Si Williams quiere guerra, la tendrá. Con mis hijos nadie se mete.
Al día siguiente
Karina
Estoy recostada sobre el pecho de Lance, escuchando el ritmo pausado de su respiración, mientras sus brazos fuertes me rodean con una calma protectora. El aroma de su piel aún lleva el rastro de la pasión de anoche.
De pronto, rompe el silencio con voz baja, como si temiera que alguien pudiera escucharnos.
—Amor, ¿es cosa mía o mi madre está extraña? Lleva un tiempo así… distante, nerviosa.
Levanto un poco la cabeza, busco sus ojos y asiento.
—Sí, también lo he notado. Pero no es solo ella. Cristina también. El otro día me dijo que tenía que reunirse con unos clientes… y al poco rato, ellos me llamaron para preguntarme cuándo era la reunión. —Hago una mueca de incredulidad—. Me pareció raro, como si me ocultara algo.
Lance aprieta la mandíbula, su mirada fija en el techo.
—¿Será que esto tiene que ver con mi abuelo? —su voz se endurece—. No me gusta nada.
Me enderezo un poco, apoyando la mano en su pecho.
—¿Qué te hace pensar eso? Pueden ser muchas cosas, Lance.
Él suspira y acaricia mi espalda distraídamente.
—Mi abuela Margaret me llamó ayer. Me pidió que nos viéramos en Washington. La sentí… desesperada, Karina. Eso no es normal en ella.
Abro los ojos sorprendida.
—No me habías dicho nada. ¿Y qué piensas hacer?
—No lo sé —responde con un gesto cansado, llevándose una mano al cabello—. Desde ayer no dejo de darle vueltas. ¿En quién confiar? No hay nadie de mi familia que pueda ayudarme…
—¿Y alguien ajeno? —sugiero en voz baja—. Tal vez un amigo de tu familia.
Lance frunce el ceño, pensativo.
—Tal vez Harry Johnson, el padre de Amanda… aunque no estoy seguro, es demasiado leal a mi abuelo. O… George Thomas.
Me incorporo un poco más, confundida.
—¿El doctor de tu familia? ¿Qué tiene que ver él?
—Es amigo de mi abuelo, pero siempre me ha parecido un hombre correcto. No sé… tendría que pensarlo bien.
—O mejor, hablas con tu abuela directamente y sales de dudas —le digo, acariciando su mejilla para suavizar su tensión.
Él me mira, con esa mezcla de cansancio y cariño que me desarma. Luego sonríe apenas y me besa la frente.
—Karina… mejor olvidemos todo esto por ahora. Estamos de vacaciones. Lo resolveremos después.
Cierro los ojos, apoyando la cabeza de nuevo en su pecho, aunque en mi interior una inquietud persiste. Algo se mueve en las sombras de su familia, y temo que tarde o temprano nos alcance.
Dos días después
Lance
Hemos disfrutado estos días en la hacienda. Yo quería enseñar a Emma a montar a caballo, pero Karina me lo prohibió con esa mezcla de ternura y autoridad que siempre tiene. Dijo que era demasiado pronto, que estaba loco por querer que la niña se subiera a un caballo a tan temprana edad. Aun así, encontré la manera de acercarla a los animales sin que sintiera miedo. Esta tarde mi madre se ofreció a cuidar a nuestra hija para que pudiéramos tener unas horas para nosotros. Yo me encargué de preparar todo para la cena en el lago; esta vez usaría el auto de mi tío Ezequiel.
Cuando llegamos, el lago nos recibe con un silencio que casi duele de lo perfecto: apenas roto por el rumor del agua y los últimos cantos de los pájaros. Bajo del auto, abro la puerta para Karina y ella deja la cesta con un suspiro de alivio, mientras acomodo la manta y saco las cosas.
Pongo música: Amante del amor de Luis Miguel. Me acerco a ella, tomo su mano, y la invito a bailar. Karina me mira con incredulidad, frunce el ceño, pero acaba por sonreír, apoyando su frente en mi pecho.
—Estás loco… realmente loco. Te amo —susurra, su voz suave, casi temblorosa, y la siento temblar de emoción.
—Eres mi sensatez y mi locura, como dice la canción —exclamo, rodeándola con mis brazos y rozando su mejilla con mis labios—. Te amo con todo mi ser.
Ella apoya su mano sobre mi pecho, aprieta un poco y me mira con esos ojos que parecen desarmar cualquier muralla.
—¿Todo eso soy para ti… o más? —pregunta, ladeando la cabeza, con voz entre divertida y seria.
—¿Qué más quieres? —susurro, inclinándome hacia ella—. ¿Quieres que me saque el corazón? Es tuyo. Siempre tuyo.
—Solo que me ames así, de esa manera tuya, que me hace sentir la única mujer que importa —responde, sus dedos jugando con mi camisa, temblorosa de felicidad y deseo.
Sonrío, travieso, y me quito la camisa.
—Sra. Mckeson, vamos a bañarnos —propongo, zambulléndome con rapidez y salpicando agua hacia ella.
—No pienso meterme… el agua debe estar fría —protesta, cruzando los brazos, aunque sus labios se curvan en sonrisa, y puedo ver la tensión de la resistencia mezclada con la curiosidad.
—Vamos, amor, no seas cobarde. El agua está deliciosa —insisto, tendiéndole la mano. Con recelo, da un paso y entra. Me lanza un chorro de agua, y su risa se mezcla con la brisa del lago.
—Está fría, mentiroso —me acusa, sacudiéndose el pelo y salpicándome otra vez.
—Ven, te caliento —le susurro desde atrás, abrazándola, pegando su cuerpo al mío.
—Sí… gracias —responde, apoyando la cabeza en mi hombro y cerrando los ojos por un instante.
La suelto un segundo, me escondo bajo el agua y la veo buscarme con los ojos.
—Lance, ¿dónde estás? No hagas esto, no es gracioso —llama, con voz que mezcla enojo y diversión.
—Sal de una vez o vas a dormir en el cuarto de huéspedes —respondo, sacándola a empujones suaves—. No habrá sexo… vamos, no me hagas esto.
Finalmente, la abrazo por detrás, saliendo del agua, nuestros cuerpos aún temblando por la mezcla de frío y calor, adrenalina y deseo.
—¿Estabas asustada? —susurro, rozando su oído con los labios.
—Te comportas como un niño, tonto —me regaña, aunque su voz no logra ocultar la risa y la chispa de diversión.
—¿Me vas a castigar? —pregunto, besándole el cuello y rozando con mis manos su espalda empapada.
—No… hagas esto, estoy molesta contigo —dice, mordiéndose el labio inferior, intentando mantener la compostura.
—Vamos al auto, ¿quieres…? Te necesito —susurro, tomándola de la mano y arrastrándola hacia la parte trasera.
Nos sentamos juntos en el asiento trasero. Ella se acurruca contra mí, y nuestras respiraciones se mezclan. Besos que se vuelven caricias, caricias que se vuelven suspiros. Cada roce, cada susurro, nos recuerda que somos solo nosotros dos en el mundo. Sus dedos recorren mi espalda, mis manos aprietan su cintura, y siento que todo el amor que compartimos es un escudo frente a cualquier amenaza.
Mientras la miro, su cabello desordenado cayendo sobre sus hombros, su respiración entrecortada contra mi pecho, pienso que no permitiré que nadie arruine nuestra felicidad. Que ningún secreto, ningún chantaje, ninguna sombra de nuestra familia se atreva a tocar esto. Aquí, ahora, solo existimos Karina y yo, y nadie, absolutamente nadie, podrá arrebatarlo.







