Mundo ficciónIniciar sesiónEl mismo día
Londres
Williams
Mi oficina huele a papel y a café frío. Mis asesores discuten en murmullos; sus palabras se mezclan con el zumbido del aire acondicionado. Intento concentrarme en los números, pero la tensión me aprieta el pecho.
Mi secretaria irrumpe suavemente, con esa mezcla de respeto y urgencia: “Señor Mckeson, Harry está aquí. Dice que es urgente.”
Resoplo, frotándome la sien y señalando con un gesto: “Que espere hasta que termine mi reunión. Después lo atiendo.”
Pero Harry no tiene paciencia y a los minutos aparece frente a mí, con el rostro descompuesto y las manos temblorosas. Se reclina sobre la silla, y su mirada implora mientras tamborilea los dedos sobre la mesa, como si cada golpe fuera un grito silencioso.
—¿Qué pasa, Harry? ¿Cuál es la urgencia? ¿No pudiste esperar? —mi voz se corta entre la molestia y la incredulidad.
—Amanda me está pidiendo su fortuna. Si no se la doy, me mete preso. Debes ayudarme —su tono es desesperado, casi quebrado.
—¿Cómo te está amenazando? No me digas que encontró toda la información de los fraudes y sobornos. Te dije que tuvieras cuidado con tu hija —mi respiración se hace más pesada; golpeo la mesa con los nudillos, tratando de que el enojo no me domine del todo.
—¡No! Encontró todo lo que hice para acceder a la fortuna que le dejó mi esposa… las falsificaciones de los documentos —susurra, como si cada palabra fuera un veneno que teme soltar.
—Dale lo que te pide tu hija. ¿Acaso ya volviste a despilfarrar tu dinero? —mi mirada se clava en él, fría y acusadora.
—No puedo. Está en paraísos fiscales, alguien me está siguiendo los pasos, me están investigando. Debes ayudarme —su sudor brilla bajo la luz, sus hombros se encogen, revelando miedo y frustración.
—¿Estás seguro de lo que dices? Debe ser tu hija —inquiero, inclinándome hacia adelante, cada músculo en tensión, estudiando su lenguaje corporal.
—Amanda no es. Estoy seguro. No sería tan tonta para perder su única fuente de ingresos —su voz suena firme, pero detrás de ella percibo la duda.
—Entonces es Martha. Debe estar buscando algo para incriminarnos. Debemos actuar rápido con el plan —mi pulso se acelera, cada palabra cargada de cálculo y urgencia.
—No creo que sea Martha. Esto lo hizo alguien más. Esta persona tiene los contactos precisos, sabía dónde buscar, pero no halló nada —Harry frunce el ceño, sus ojos brillan con una mezcla de temor y desconcierto.
—Debes estar atento, pero cuéntame… ¿cómo vamos con nuestro aliado? ¿Cuándo veré resultados? Estoy gastando un buen dinero en sobornos, Harry —mi voz se endurece, exigiendo claridad mientras observo cada reacción en su rostro.
—Comencé a enviar las pruebas falsas a nuestra gente en el gobierno. Este imbécil de Rogelio López nos ha resultado muy efectivo. Verás que dentro de poco tendrá las cuentas congeladas. Martha no podrá mover un centavo —responde, recostándose levemente, tratando de aparentar control, aunque el miedo le tiñe la voz.
—Esperemos que no te equivoques. Pero ya sabes qué hacer con Rogelio. No quiero cabos sueltos. Y con tu hija… —mi respiración se vuelve más lenta, la tensión en la sala casi tangible, un silencio denso cuelga entre nosotros.
—Cuidado, Williams. No te metas con Amanda. Mejor dame el dinero que te pedí —su advertencia vibra en el aire, entre miedo y desafío.
—Está bien. Pero dale largas al asunto. Tal vez le podemos sacar provecho a la situación —me recuesto en mi silla, dejando que la sombra de mis pensamientos caiga sobre la habitación, evaluando cada movimiento, cada posible traición, sintiendo cómo la tensión y el poder se mezclan en el aire pesado de la oficina.
New York
Lance
Es la primera vez en mi vida que siento que tengo todo lo que siempre soñé: una mujer que me ama locamente y una hija que es mi vida. Pero también siento miedo, un miedo que me obliga a protegerlas con uñas y dientes. No quería involucrarme en esta guerra, pero no me queda otra salida; debo actuar.
Hablé con George Thomas, el médico de nuestra familia, para entender las razones del repentino interés de mi abuelo en que yo asuma la dirección de sus empresas. Solo me dijo que quiere hacer las paces, que siente culpa por haberse mantenido alejado de nosotros. La verdad, eso no me satisface: nadie me dice todo lo que quiero saber, así que tendré que encontrar otra manera de descubrirlo.
Y ahora intento distraerme, pero mis ojos no se apartan de Karina. Está desnuda, moviéndose por nuestra habitación con la naturalidad de quien se sabe adorada. Cada curva de su cuerpo, la forma en que su cabello cae sobre sus hombros, el temblor sutil de sus labios cuando me mira… todo despierta un deseo que no puedo contener. Mi respiración se acelera y siento un calor que recorre mi torso.
Me acerco a ella, y nuestros cuerpos casi se rozan antes de que pueda hablar:
–¿Qué haces desnuda? –mi voz grave se mezcla con un suspiro, y mis dedos buscan los suyos–. Me provocas… lo sabes. No soy inmune a tus encantos, hermosa.
–Lance… debemos hablar… ahora no –su tono combina diversión y advertencia, mientras sus manos buscan las mías, temblando apenas.
–Amor, te necesito –susurro, rozando sus labios con los míos, atrapando su mano contra mi pecho–. Últimamente me muero por estar contigo, no puedo controlarme.
Se ríe suavemente, pero sus ojos me delatan. Me mira con ternura y un toque de incredulidad:
–¿Por qué te tienes que poner así cuando estoy embarazada? –su voz suave me atraviesa el pecho.
–¿Estás… embarazada? ¿estás segura? –mi incredulidad se mezcla con alegría.
–Sí, amor… vamos a tener otro hijo –responde con ternura, y su cuerpo se hunde contra el mío.
La abrazo con fuerza, sintiendo su calor, su perfume mezclado con el de nuestra habitación, y el latido de su corazón contra el mío.
–Karina, este hijo es un regalo… te amo –susurro, inclinándome para besar su vientre, sintiendo cómo sus manos enredadas en mi cabello me sostienen, como si fuéramos uno solo.
–Debemos ir al médico… solo me hice el test de embarazo, quiero estar tranquila –susurra, rozando mis hombros mientras sus dedos recorren mi espalda.
–Hermosa, este embarazo será diferente –respondo, mi voz grave y lenta, buscando que cada palabra acaricie su piel–. Te voy a consentir, a mimar… y quiero preparar la habitación del bebé: elegir los muebles, cada detalle, contigo a mi lado.
Ella sonríe, y su risa es como un suspiro que me recorre. Sus manos me exploran con delicadeza, rozando mi pecho, mi cuello, mis brazos. La acerco lentamente, y nuestros cuerpos se encuentran con un roce eléctrico, cada centímetro de piel comunicando deseo, ternura y amor.
Sus manos me recorren la espalda, mientras mis dedos se pierden en la curva de su cadera. Los gemidos suaves se escapan entre sus labios cuando la acaricio con cuidado, y yo susurro su nombre con cada movimiento, sintiendo cómo su respiración se acelera, cómo sus muslos se aprietan contra los míos.
Ella toma el control, moviéndose sobre mí, con fuerza y delicadeza a la vez, guiándome hacia un ritmo que nos une más allá de la pasión física. Cada roce, cada suspiro, cada gemido es un diálogo de deseo que nos mantiene en un equilibrio perfecto entre placer y ternura.
Cuando finalmente nos tumbamos, exhaustos, ella sobre mi pecho y mis brazos rodeando su cuerpo, compartimos un beso largo y profundo. Nuestras respiraciones se mezclan, y siento cómo la calma y la felicidad nos envuelven, mientras sus manos acarician suavemente mi rostro y yo beso su frente, prometiéndonos silenciosamente amor y protección.
–Te amo –murmuramos al unísono, dejando que el calor del momento nos recuerde que nada podrá separarnos, que nuestra familia, nuestro amor, es lo que realmente importa.
Al día siguiente
Londres
Martha
El taxi avanza por la carretera, el motor ronroneando mientras mis manos se aferran al asiento. Paul, el esposo de Collete, maneja con la concentración de alguien que sabe que cada segundo cuenta. Mi corazón late con fuerza, la adrenalina recorriéndome la espalda, mezclada con la esperanza y el miedo de encontrar al niño.
Finalmente llegamos a la dirección que Margaret me dio. Paul detiene el auto y me observa, con una mirada que mezcla advertencia y preocupación. Respiro hondo, intentando calmar los temblores de mis manos, y desciendo del vehículo. Cada paso hacia la puerta me hace sentir como si el mundo se detuviera. Toco el timbre y espero, conteniendo la respiración.
La puerta se abre lentamente y aparece una mujer mayor, de unos sesenta años, de origen coreano. Me observa con desconfianza y me habla en una mezcla de idiomas que apenas entiendo.
–Busco a Yang… este es su hijo, mi nieto –digo, mostrando la foto con cuidado, temiendo que cualquier movimiento brusco arruine la situación.
La mujer frunce el ceño y agita las manos.
–아이은 살지 않는다… no –dice con firmeza, sus ojos esquivando los míos, como si quisiera mantenerme a distancia.
–No vive aquí –repito, intentando suavizar la tensión.
En ese momento, sale una mujer más joven, con el ceño fruncido y los brazos cruzados, mirándome con cautela.
–That child does not live here. He went away with his mother –sus palabras son firmes, con un inglés marcado, y su postura transmite que no permitirá que me acerque más.
–You know where to find it? –pregunto, tratando de mantener la calma, aunque siento que mi voz tiembla.
–I’m not sorry –responde, sin inmutarse, antes de cerrar la puerta con un portazo que hace que un escalofrío recorra mi espalda.
–Está bien, gracias –susurro, más para mí misma que para ellas, y camino hacia el taxi con el corazón acelerado, el aire frío golpeando mi rostro. Subo al auto y cierro la puerta con un golpe seco, dejando escapar un suspiro contenido.
Paul me mira, serio, y me advierte:
–Martha, ponte el cinturón de seguridad. Nos están siguiendo. Voy a tratar de perderlos –su voz es firme, y noto la tensión en sus manos sobre el volante.
–Cuidado, Paul… están demasiado cerca. ¿Qué hago? –le digo, la desesperación rozando mis palabras, mientras siento un nudo en el estómago.
–Martha, toma el revólver. Dispara si lo hacen –susurra, mientras ajusta la velocidad y toma las curvas con precisión.
–Paul… cuidado –grito cuando sentimos los golpes en la parte trasera del auto, el crujido metálico haciendo que mi corazón se detenga un instante.
El vehículo se tambalea, arrinconado contra la baranda de la carretera, con la sensación de que cualquier movimiento en falso nos puede costar la vida.
–¡Dispara, Martha, o no salimos de esta! –grita Paul, la urgencia en su voz resonando en mis oídos mientras tomo el revólver entre mis manos, notando el peso y la frialdad del metal.







