Aunque Edmond confiaba ciegamente en las decisiones que Lucero tomaba para la familia, de eso no tenía duda, ni lo cuestionaría jamás, en esta ocasión era imposible que sus manos dejaran de temblar, o que la ansiedad no le oprimiera el pecho, porque la que estaba secuestrada, no era un nombre más en los reportes de la noche, era su nieta, su propia sangre, y él, que en un pasado fue el encargado de manejar las noches turbulentas de Nueva York, el que conocía cada rincón oscuro, cada movimiento bajo la sombra del apellido Bach; él, que siempre supo los cómo, los dónde y los porqué de cada situación, ahora se sentía desarmado ante la incertidumbre.
El peso de los años y de la responsabilidad familiar le martillaba la mente con preguntas sin respuesta, recuerdos de antiguas desapariciones y las veces que había logrado traer a casa lo que otros ya daban por perdido. Desde que se retiró, Dylan había ocupado su lugar, sí, pero Edmond no podía ignorar que, por mucho respeto y confianza que l